El Giro ha sido un paseo en rosa de un Tadej Pogacar que ha pedaleado sin oposición por Italia. Un recorrido insulso y unos oponentes de rango menor han dado como resultado una carrera sentenciada casi desde el primer día y la evidencia de que el esloveno se podría haber llevado aún más botín. Y aquí entro en la infamia que salpica al ciclismo moderno. Por un lado, las críticas de algunos compañeros hacia Pogacar por acaparar victorias, lo que le ha conducido a ir con el freno de mano echado y regalar etapas por el qué dirán. Y por otra, recurrente, la tendencia de cierto sector, cercano al mundo anglosajón y con un sindicato que de cuestiones de seguridad reales se preocupa bien poco –ahí están algunas llegadas al esprint criminales de las que nadie dice nada–, a poner trabas que hacen trizas la historia de este deporte. Suspender etapas por razones meteorológicas dudosas, huelgas encubiertas en los días de mayor dureza y lloriqueos de todo tipo –a Pogacar le han atizado por mostrarse dispuesto a correr con frío y nieve– están a la orden del día justo cuando mayores avances hay para dulcificar la práctica de este deporte que siempre ha sido duro y que algunos se empeñan en pisotear. Aunque, por suerte, aún nos quedan Pogacar y algunos más para rememorar ese pasado legendario.