Estoy descubriendo cosas nuevas como si las viviera por primera vez. Observarlas a través de sus ojos les da un nuevo sentido. Resultan impresionantes, recobran trascendencia. En definitiva, importan porque las estamos viviendo y, si me paro a pensar, son un verdadero regalo. Lo que ocurre es que hacía tiempo que nos las miraba de esta forma. Mucho tiempo, demasiado. Hablo del vuelo de una cigüeña al atardecer en unos cielos en los que el azul y el naranja bailan durante unos minutos antes de que la oscuridad apague la música de unos días cada vez más cortos. O del asomar tempranero de la luna robando protagonismo al sol, cuyos rayos llegan tibios cuando no se pierden entre nubes. De pararnos a echar pan a los patos entre muchas risas y algún susto. Observar el mundo desde la inocente y curiosa mirada de mi hija es una forma de redescubrirlo pero es sobre todo un refugio. Una manera egoísta de abstraerse de todo lo horrible que nos rodea y que desde hace unas semanas se ha vuelto insoportable con las imágenes que nos llegan desde Gaza. Un antídoto para sobrellevar las cargas del día a día, que no desaparecen pero pasan a un segundo plano y nos recuerdan que casi siempre lo más valioso en la vida son cosas sencillas y que hay que sentirse afortunado cuando se pueden disfrutar.