Al primero, el de mayor porte, no pudieron derribarlo. Estaba inclinado, con media raíz al aire. Los otros tres corrieron peor suerte. Las guías de metal que les protegían en su frágil transición de arbusto a árbol con todas las letras fueron a la postre los puntos de apoyo que permitieron a los gaupaseros partirlos por la mitad. Eran cuatro árboles y ya está, que pronto serán sustituidos por otros, pero me consta que la tristeza y la rabia que me embargaban al verlos la compartía todo el que pasaba por allí, pues con mayor o menor vehemencia, con unas o con otras palabras, todo el mundo se cagaba en las muelas de los borrachos que el sábado pasado volcaron su desinhibida falta de fundamento sobre tres plantas que, allí mutiladas, con su interior aún blanco y fresco, nos mostraban de forma desgarrada que también son, o eran, seres vivos. Que levante la mano quien nunca se haya despertado algún domingo con una valla de obra al lado de la cama, o no se haya paseado por la Zapa con una señal de ceda el paso, o no haya levantado a pulso un Seat Ritmo con otros siete colegas. La línea roja, como se dice ahora, está en si disfrutamos haciendo daño, y si tras destrozar un árbol, en lugar de darte cuenta de que eres un cretino, te cargas otros tres, es que no tienes sentimientos.