Parece que hace mil años desde que una turba de tarados se coló en el Capitolio de Washington con la intención de dar un golpe de Estado a ritmo de banjo, violín y mandolina, dejando a su paso cinco cadáveres, la mayor parte entre sus propias filas, y un buen susto en el seno del establishment estadounidense. Pero no, apenas hace un año y medio, y ahora una comisión del Congreso encargada de fijar el relato de lo sucedido confirma la enajenación absoluta de la máxima autoridad del país, asesorada por un consejero borracho como un piojo, un presidente que, incapaz de asumir la frustración de su derrota electoral, despedía a todo aquel que le llevara la contraria. Ni a su propia familia hacía ya caso cuando empezó a espolear a quienes, unas pocas semanas después, protagonizaron el insólito episodio que dejó para la historia la grotesca estampa de un tipo dando gritos con una cabeza de búfalo en la cabeza y la inquietante imagen de la bandera de la Confederación ondeando en el edificio federal por excelencia. Estados Unidos vuelve a ser el país que era, no hay más que ver lo revuelta que está últimamente la geopolítica para comprobarlo, pero toda esa gente sigue ahí, tanto o más fanatizada que antes, esperando una nueva oportunidad.