a provocación ha formado parte desde siempre del austero arsenal de que dispone la plebe para hacer frente al poder establecido. Principalmente desde el mundo del arte, del humor o, en general, de eso que se llama intelectualidad, el escándalo se ha empleado históricamente como una herramienta para la autodeterminación de individuos y colectivos, para hacer bandera de lo prohibido, para asustar a las señoras y señores de bien y, como fin último, visibilizar todo tipo de realidades. Se trata a fin de cuentas de la aplicación práctica del aforismo acuñado por el publicista Ivy Lee, “lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal”, y se habla más y más alto de alguien para ponerle a parir que para ensalzar sus virtudes. Cuando, sin embargo, quien trata de escandalizar solo encuentra indiferencia a su alrededor, y apenas obtiene como reacción una denuncia rutinaria proveniente de la más casposa carcunda, las tornas se invierten y quien deja al aire sus complejos y barreras mentales es el presunto provocador, adelantado por la sociedad mientras preparaba su audaz perfomance. Hasta que llega la Justicia, lo empapela, le devuelve la dignidad perdida y nos empuja a todo el mundo a discutir de cuestiones superadas, cuando ya estábamos a otras cosas. l