a pandemia del demonio va camino de cambiarnos a todos. Eso, al menos, es lo que dicen y desean los más variopintos gurús de cada parcela del conocimiento humano. Que si vamos a ser más solidarios, menos materialistas, más empáticos, que van a cambiar nuestros valores... La verdad, no tengo tan claro que tales acepciones y vaticinios duren mucho más que el coronavirus. Ahora bien, en lo que no hay duda es en que el covid-19 nos ha cambiado ya, al menos, en lo físico, y con consecuencias peliagudas. Fíjense que yo antes tenía las manos del que no ha dado un palo al agua en su vida y ahora, de tanto lavarlas, refregarlas, y embadurnarlas con los geles hidroalcohólicos más innovadores, las tengo como un pescador de bacalao en el invierno del Atlántico norte. No hay por dónde cogerlas, agrietadas, peladas y con un aspecto que empieza a espantar. Aparte, con mi barbería cerrada por decreto, he pasado de un look de fantasía a asemejarme a Shamil Basáyev, líder guerrillero checheno, que aparecía en las fotos de los más buscados con una barbaza que impedía ver su torso. Y qué decir del exceso de calorías de mi dieta... En fin, supongo que son males colaterales que puedo soportar. Al menos, de momento, estar inmerso en esta especie de metamorfosis, me tiene ocupado.
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