HAY quien ha interpretado las cuatro letras que le dirigí ayer a Nico Williams como un ataque al jugador. Quizá se me fue el vinagre o me puse en plan viejuno y paternalista con alguien que tiene edad para ser mi hijo, pero nada más lejos de mi intención. Tengo simpatía por él, por su hermano Iñaki y, desde luego, por la historia de su familia. Más egoístamente, agradezco lo fáciles que siempre les ha puesto las cosas a los medios del Grupo Noticias y particularmente a Deia y Onda Vasca. Así que, de animadversión, ni gota.
Lo único que quería expresar -y es algo que vale para Nico y para cualquier futbolista de élite tanto joven como veterano- es que quizá merezca la pena perder medio minuto prestando atención a los odiadores de las redes sociales, pero ni un segundo más. También que, aunque es humanamente compresible agarrarse un calentón ante la zafiedad (cuando no, la crueldad) de la legión de memos que se ocultan en el anonimato cagón para vomitar sus porquerías mononeuronales, no hay que concederles ni un miligramo de importancia. De lo contrario, lo que se consigue es hacerlos unos hombrecitos (casí todos son tíos) y darles pie a que persistan en su actitud. Desde los inicios de esta maldita bendición o bendita maldición, se ha dicho que no hay que alimentar a los troles, es decir, a los monstruos. Que Twitter, Facebook, Instagram y el resto de corralas virtuales son vertederos de bilis y garitos que atraen a los tipejos más despreciables es algo que todos los que también nos dejamos caer por ahí, empezando por las personas de cierto relieve, deberíamos dar por amortizado.