i no fuera trágico, resultaría gracioso. Es, en todo caso, grotesco y un autorretrato de la tediosa superioridad moral de los monopolistas del progresismo. De un tiempo a esta parte, la hizkierda berdadera se apuntó como moda a la justísima demanda por tomarse en serio la salud mental del personal. Con la fe hiperventilada del converso y ayudados por episodios como el de la gimnasta Simone Biles, llevan meses dándonos la murga sobre la necesidad —insisto que indudable— de acometer el tremendo problema de las patologías que nos minan el alma. Al tiempo que lo hacen, y ahí es donde va esta columna, se embarcan como eternos adolescentes que se niegan a madurar en la viejuna reivindicación de la legalización del cannabis con fines recreativos.
¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Cualquier profesional de la neurología, la psiquiatría o la prevención de la drogadicción les explicarán con pelos y desagradables señales que la presuntamente inocente maría en sus diversas presentaciones está detrás de severísimos problemas mentales, principalmente en jóvenes. Me consta, porque yo también he pasado ese sarampión, que el buenrollismo molón y desinformado (o falsamente informado, que es peor) ha fomentado la trivialización de una sustancia que tiene consecuencias demoledoras en quienes la consumen de forma habitual. La confusión con el defendible uso terapéutico y la hipocresía argumental hacen el resto. Se dice que es mejor que sea legal porque así se evitan las mafias y hay un mayor control sobe el producto. Lo dicen quienes defienden ilegalizar las webs o los locales de apuestas. No es serio.