- De todas las frases atinadísimas y llenas de sentido y emoción que pronunció Maialen Chourraut tras conseguir la medalla de plata en Tokio, me quedo con esta: “No sabéis las veces que me he venido abajo en este periodo tan largo”. Y, efectivamente, salvo su gente más cercana y los verdaderos aficionados, los demás no lo sabemos porque durante ese tiempo no hemos gastado un segundo en pensar en el piragüismo. Solo anteayer, cuando se consumó su participación en la final y se coronó con la plata, nos sumamos a las celebraciones y sentimos interés por todo lo que ha rodeado algo que identificamos como un éxito que nos toca de cerca, aunque tampoco fuéramos capaces de explicar exactamente por qué. A partir de ahí, nos empapamos de sus declaraciones, de las narraciones de sus peripecias para conseguir la tercera medalla, de los testimonios de sus familiares, amigos y colegas y de los perfiles laudatorios que se difundieron por doquier.
- No dejo de pensar que habrían bastado unos segundos de retraso en culminar su actuación o unos puntos de penalización para que no se hubiera producido esa explosión informativa y de entusiasmo. Como ocurrió el día anterior con su compañero de disciplina Ander Elosegi o ayer mismo con la eliminación de Garbiñe Muguruza, la no consecución del objetivo se habría saldado con un titular hablando, como poco, de decepción o directamente de fracaso, y nuestra atención se habría dirigido a otra cuestión. Ni de lejos nos habrían interesado el sacrificio de estar lejos de su hija, la odisea para encontrar una piragua adecuada, el complicado traslado de La Seo a Donostia o, por volver a la frase que subrayaba al principio, la cantidad de veces que la deportista se vino abajo y fue capaz de levantarse.
- Me alegro infinitamente de que ese afán de superación haya sido recompensado por el triunfo para redondear la innegable condición de leyenda de Maialen Chourraut. Y al tiempo que lo escribo, no puedo evitar pensar en la cantidad de historias parecidas a la suya que no llegaremos a conocer nunca simplemente porque sus protagonistas, por la razón que fuera -mala suerte, un día torcido, el peso de la presión, el mayor acierto de los rivales, un despiste...- se quedaron a las puertas de la gloria. De una gloria que en la mayoría de los casos, además, caduca a las pocas horas de haberla conquistado. Y aun así, tanto los que la logran como los que no se siguen esforzando día a día. Supongo que ese es el auténtico espíritu olímpico