A lo mejor puede parecer poco oportuno, sobre todo con la que está cayendo, ejercer una vez más de mosca cojonera, al confesar sinceramente, respetando, por supuesto, opiniones contrarias, todo lo que aborrezco las navidades y sus rituales llenos de obligatoriedad, de mentiras o medias verdades.

Esos festines cada vez con rasgos más desdibujados, en donde el banquete familiar, entrañable antaño y en torno a unos productos típicos y tópicos, pero a la vez sencillos (cardo, berza, bacalao, caracoles, castañas etc.) se han ido sustituyendo, de forma implacable, por una espiral consumista de auténtica locura. Una larga letanía de despropósitos en los que todos caemos (o mejor dicho caíamos) en este reino del despilfarro.

Esta delirante situación, agravada ahora por la pandemia de marras, me hace recordar a los descarnados relatos del gran escritor brasileño Rubem Fonseca y, en particular, a uno pleno de mala leche: Once de mayo (perteneciente a El cobrador), donde unos ancianos recluidos en una especie de asilo-cárcel llevan a cabo un singular motín en el departamento del director. Su misión inicial es la de exigir un trato digno, pero en cuanto descubren el refrigerador, todo cambia: "Hay cerveza, huevos, jamón, mantequilla", describe el narrador. "El refrigerador está lleno [...]. Ahora comen huevos con jamón y beben cerveza. Lo que más les gusta a los viejos es comer. Y están felices y satisfechos como si el objeto de nuestro motín fuera comer huevos con jamón. Tal vez se pueda decir esto, que el objetivo de toda revolución es más comida para todos. Pero en aquel momento estábamos solo saqueando la nevera del director de un asilo de ancianos denominado Hogar por la hipocresía oficial".

Estos meses pasados y los que aún nos quedan de confinamiento, limitaciones sociales e introversión forzosa, también me han valido para ver muchas pelis. Y utilizando la profusa videoteca de mi hermano Federico, cinéfilo impenitente, he podido repasar aquellas cintas fantásticas que hacen referencia a cuestiones gastronómicas. Y sobre todo de banquetes y festines, surrealistas, provocativos e incluso escatológicos que se salen de lo habitual. Así, volví a disfrutar con varias joyitas de Luis Buñuel, que tienen mucha miga.

BANQUETES DE ÉPOCA

Una es el Ángel exterminador (1962), parábola de un grupo burgués y sus inseguros preceptos morales que salen a la luz cuando se ven obligados a estar en un salón del que no pueden salir. La cena que precede a esta situación es de un lujo asiático: cisnes de cristal llenos de caviar, fuentes llenas de frutas tropicales y cubiteras repletas de champán. Pero donde más se nota la transgresión es cuando la anfitriona de la casa rompe incluso con los hábitos culinarios tradicionales. Sirve primero el guiso y después el caviar. Otra de las sorpresas que Lucía, la anfitriona, reserva a sus invitados se halla en el tropezón de uno de los camareros que portaba una bandeja con increíbles manjares que anticipa lo que sucederá después de la cena: la violencia, el hambre, la suciedad. El odio de los burgueses encerrados, que sustituyen cortesía por frivolidad hipócrita.

No nos olvidemos, por cierto, de la admirable Viridiana, rodada en España un año antes. Sin ir más lejos, la escena clave de la película representa La última cena de Leonardo da Vinci y es un retrato vitriólico con un coro de mendigos amorales y rencorosos. Uno de los pordioseros le dice a Viridiana: "Me permito decirle que estas habas están un poco agrias". A lo que contesta otro: "No le haga caso, señorita, están de rechupete".

Hay dos mundos irreconciliables; la devota Viridiana, con la enseñanza de "ganarás el pan con el sudor de tu frente", y los pobres pícaros arreglándoselas para sobrevivir sin pegar ni golpe a costa de los ingenuos. La escena de la última cena no tiene desperdicio. Los mendigos, acostumbrados a legumbres y comidas nutritivas por pura necesidad, al quedarse solos una noche en casa de los señoritos, pueden acceder a otros valores culinarios. Admiran la cubertería. Al ver el mantel de encaje, uno de ellos dice: "Mira que morirme sin comer en manteles tan galanes". Y empiezan a degustar el pan, a pimplarse los vinos de la bodega, relamen el pollo como si fuese una joya culinaria (entonces verdaderamente lo era). La mesa, con candelabros de plata de Meneses, y la disposición de los comensales reproducen el cuadro de referencia. El ciego en el papel de Cristo, rodeado de doce apóstoles. Y la impresionante Lola Gaos, que es el comensal número trece, finge hacer una foto, dejando una imagen fija soez, levantándose las sayas para, con su sexo, fotografiarles.

El festín degenera en una orgía con música del Aleluya de Haendel. Con el Vaticano cabreado, Franco mandó quemar todas las copias. Felizmente, salvaron una, escondiéndola entre los capotes de un torero (quien lo diría ahora) para cruzar la frontera.

La subversión, asimismo, es total en El fantasma de la Libertad (1973), donde en el salón-comedor las sillas son remplazadas por tazas de retrete. Todos sentados se limitan a leer. Y en vez de pedir permiso para ir al servicio, se disculpan para ir a comer en el váter, donde lo hacen ansiosamente. Se dice que esta secuencia nace de la observación de Buñuel del comportamiento en los restaurantes, en aquel momento. Actitud caracterizada por esa timidez o recato a comer con glotonería.

Se puede afirmar que nuestro cineasta toma una imagen real, la remodela y reinventa, poniendo en ridículo a un falso mundo basado en el exagerado respeto a los convencionalismos sociales. En este caso, a los ritos de la etiqueta y el protocolo. Más curioso, si cabe, es otro de sus filmescuyo argumento gira en torno a un banquete que nunca llega a celebrarse, por las dificultades que sobrevienen a lo largo de toda la narración. Se trata de El discreto encanto de la burguesía (1972), por la que el genio de Calanda recibió el Óscar a la Mejor película extranjera.

Y como personal christmas de felicitación un tanto ácido, quisiera citar de nuevo al inconformista escritor Rubem Fonseca (fallecido el 15 de abril de este aciago año): "El objetivo honrado de un escritor es henchir los corazones de miedo, es decir lo que no debe ser dicho, es decir lo que nadie quiere decir, es decir lo que nadie quiere oír".

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía