La campaña del presidente Donald Trump contra las opiniones críticas con sus políticas, se ha redoblado tras el asesinato de su comunicador afín Charlie Kirk. La presión sobre la cadena ABC desde la Casa Blanca ha logrado la suspensión del programa del humorista Jimmy Kimmel y el propio presidente de EEUU ha divulgado la lista de los comunicadores críticos que desea ver expulsados de sus cadenas. El poder del presidente para dañar los intereses de las corporaciones que no se alinean con su relato es tangible y lo ejerce sin complejo mediante la gestión de licencias y su capacidad de veto a sus operaciones económicas. Retirar licencias ha sido ya, de hecho, esgrimido por Trump ante la reacción contraria a la censura de Kimmel. La libertad de expresión y opinión está siendo acosada. La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos recoge ese derecho, pero su protección cede a la corriente política ultraconservadora, desreguladora y arbitraria. El acoso del poder político a los informadores no es nuevo, ni en Estados Unidos, ni en el resto del Mundo. Desde estas líneas hemos denunciado el asesinato y encarcelamiento sistemático de periodistas críticos en diversos lugares. Ahora, se suma además la criminalización de ideas y el propio Trump amenaza con declarar organización terrorista al movimiento antifascista mientras ampara al supremacismo blanco. Bajo su bandera hay en todo el orbe, objetivamente, extremistas que admiten la violencia como método, pero Antifa no es una organización; es una suma de grupos locales no estructurada y calificarlo de criminal da cobertura a la represión no ya de acciones ilícitas sino de una idea nacida en los años 20 del pasado siglo frente al fascismo y el racismo. Penetrada, después, por un enfoque antisistema cuyos derechos, en democracia, el sistema está obligado a proteger. En Europa, el presidente húngaro la tiene en su punto de mira y el Parlamento neerlandés la ha considerado terrorista con el voto de partidos de ideario xenófobo y autoritario. En el Estado, hay quien sueña con ilegalizar a los soberanistas vascos y catalanes por disputar legitimidad al Estado. El extremismo también gana terreno cuando se dedican las instituciones a sustraer derechos en lugar de protegerlos. Los tiempos oscuros denunciados por el lehendakari Pradales se precipitan así.
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