La percepción de la globalización y su activo paralelo más incentivador –la digitalización que propicia inmediatez y accesibilidad de la información– han venido dando lugar a un debate en el seno de la Unión Europea entre intervención y liberalización máxima. Entre los usos de la primera opción, todas las regulaciones de mercado y las limitaciones a las prácticas contra la libre competencia por el riesgo de concentración de conocimiento, capacidad financiera y control del mercado. Entre los de la segunda, las estrategias dispares de fiscalidad que favorecen la instalación de multinacionales en ciertos países y las facilidades para adquirir dimensión en los operadores de determinados sectores energéticos y financieros. Europa se debate entre las sanciones que aplica a los gigantes digitales por su monopolio del conocimiento y las herramientas que comercializan y el impulso a la concentración como mecanismo para adquirir dimensión. Se estrecha la línea que separa las virtudes a través del tamaño, que propicia mayor capacidad de inversión, desarrollo en materia de innovación y desarrollo, eficiencia en el ahorro de costes, etc., y la capacidad de controlar el mercado mediante carteles oligopolísticos o monopolios de facto en determinados sectores. En el país considerado paradigma de la liberalización –Estados Unidos– se abre paso una corriente que aboga por poner límites. Google es un ejemplo de ello: su buscador, su navegador –Chrome–, su sistema operativo –Android– y su plataforma publicitaria –Adwords– podrían ser escindidas por intervención de las autoridades de competencia para evitar la concentración. El difícil equilibrio entre asegurar el libre mercado, que propicia avances a través de la competencia, y garantizar el derecho de la sociedad a esa misma competencia como mecanismo regulador choca con el peso creciente de intereses particulares contrapuestos a los de la sociedad. Y, además, está la derivada sociopolítica de estas prácticas. La principal red social del mundo es propiedad de un magnate que no esconde su vocación monopolística, que fomenta el uso de su herramienta para manipular ideológicamente a la opinión pública en defensa de intereses particulares a costa de principios éticos y democráticos. La sociedad, a través de sus instituciones, debe tomar conciencia, proteger esos valores y salvaguardar sus derechos.