Los actos de vandalismo cometidos contra el monolito en memoria de Fernando Buesa y Jorge Díez, primero, y el panteón del político socialista, después, vuelven a aflorar la persistencia de rescoldos de la misma intolerancia enfermiza que llevó a ETA a acabar con sus vidas. El formato del vandalismo cometido puede sugerir una chiquillada pero no debemos caer en el error de minimizar la carencia ética que lo inspira. Solo la falta de una reflexión sincera de los hechos, actitudes y estrategias que han marcado la historia reciente de este país, puede explicar que alguien considere que violentar un lugar de memoria de víctimas del terrorismo sea un mecanismo de reivindicación asumible en democracia. De hecho, la voluntad de intimidación latente, de señalamiento y deshumanización que hay detrás de la agresión habla a las claras de actitudes antidemocráticas. Poner fin a cualquier atisbo de interpretación, matiz o contextualización de lo injustificable es también una responsabilidad compartida. En primer lugar, por los responsables políticos que tienen encomendada por la sociedad la labor de fijar y consolidar un espacio de convivencia en respeto. En ese sentido, no es cuestión de contemporizar: EH Bildu, con su herencia asumida de las banderas ideológicas que enarbolaron quienes construyeron una cultura de violencia, tiene una responsabilidad añadida en la desactivación de ese relato. Acierta Arnaldo Otegi al rechazar sin paliativos el ataque; yerra al enmarcarlo en la sospecha sobre su origen y motivación como yerra EH Bildu –y su propio coordinador general– en su manipulación semántica del debate. No es el uso del término “rechazo” o “condena” el que lleva a la coalición a impedir por enésima vez la unanimidad de una declaración institucional, esta vez en el Ayuntamiento de Gasteiz. Es la herencia de décadas de laxitud y amparo a una estrategia que, sencillamente, la denominada izquierda abertzale no consideraba reprobable desde su perspectiva política. La renuncia a un posicionamiento ético sin parches lingüísticos es una decisión de convicción; es la negativa a asumir los errores pasados, las violaciones de derechos cuya autoría queda más próxima a ese mundo. Mientras no asuma la obligación de una fumigación –en términos intelectuales– de los parásitos que contiene su relato, su acción política será sospechosa.