La ciudadanía está siendo sometida en esta campaña electoral a una prueba de compromiso democrático que la responsabilidad de los partidos debería haberle resuelto, aunque no es así. Serán los y las votantes quienes tendrán que adoptar la postura ética más firme a la vista de cómo se han instalado en el debate la simulación populista de lo que es y no aceptable en democracia, la posverdad para desgastar al rival o la pura falsedad a la hora de proyectar el estado de situación. Es una tendencia que ha ido al alza desde la cita electoral de mayo y que amenaza con condicionar la vida política a la vista del éxito que están teniendo, en términos de cuotas de poder autonómico, quienes la practican con más insistencia. Resulta muy difícil y constituye un esfuerzo de voluntad para cualquier votante discernir entre los mensajes que se le proyectan. Tan pronto se alimenta la percepción de una escasa fiabilidad del sistema de voto por correo, contra la evidencia y la profesionalidad del servicio, como se sustituyen las propuestas por el mero eslogan orientado a desprestigiar al rival criminalizándolo –el último pastiche de fachada colgado por Vox contra Sánchez es puro trumpismo–. Las encuestas acumulan el desprestigio de su sesgo tan constatable en función de quién las publica que son más una herramienta de propaganda, con el objetivo de autocumplir las profecías de cada cual, que un termómetro de la ciudadanía. De hecho, cuando alguna busca bucear más allá de ese objetivo, se ve arrastrada por la imagen de las demás o por la sospecha del encuestado, hasta convertirlas en reflejo de la opinión de los sectores que quieren participar en ellas más que del sentir de la sociedad. Por el camino se está labrando el desprestigio del proceso democrático mismo en beneficio de aquellos que propugnan sin empacho la desaparición de la proporcionalidad en la representación para eliminar de la ecuación democrática los matices ideológicos, territoriales, culturales, que ejercen de bisagra entre los grandes partidos. Asistimos a debates de limitada calidad, nula profundidad o puros espectáculos de crispación que los acercan más a la telerrealidad guionizada que a la exposición de ideas. Superar toda esta carrera de obstáculos convierte casi en un acto heroico acudir a las urnas con pensamiento propio. Hacerlo sería una lección para poner freno a los populismos.