Ayer quedé como un zoquete. Bajé al supermercado que tengo al lado de casa para hacer unas compras de última hora que se habían escabullido sutilmente de la lista oficial realizada para llenar la nevera el pasado fin de semana. Y fracasé. Con rotundidad. Sin excusas. Les cuento: entre las carencias detectadas en la despensa después de colocar la compra semanal estaban los cereales que se acostumbran a desayunar en mi casa casi todos los días. Así que, armado con mis bolsas de rafia, de mil modelos y colores coleccionadas después de toda una vida acudiendo a decenas de espacios de venta de productos de primera necesidad, me puse manos a la obra hasta llegar al lineal correspondiente. El camino fue fácil y lo recorrí con la suficiencia del que conoce cómo funcionan los entresijos de una industria como la de la distribución. De hecho, hasta logré evitar meter al carrito todo aquello que no era necesario, aunque fuera apetecible. El problema llegó de repente cuando, delante de los stands correspondientes, la amalgama de marcas y productos, de variedades y de ofertas, empezó a descolocarme hasta situar la duda en el mismo centro de mis pensamientos. Al final, no supe decidirme al no recordar cómo era el producto deseado. Así que regresé a casa de secano para recibir mofas y burlas. En fin...