En Livigno, un infierno blanco, las paredes congeladas, el frío hasta el tuétano, el desnivel abrumador, la tortura perenne, a casi a a 2.400 metros de altitud, Tadej Pogacar quiso pelear a mano desnuda para sentir el tacto cálido de una victoria formidable que dibujaba en su cabeza desde hacía meses. “Tenía esta etapa en mi mente desde diciembre”, dijo con esa sonrisa de muchacho capaz de derribar montañas a puñetazos. El esloveno, un ciclista escultural, corre a pecho descubierto.

Así estrujó el Giro, su nuevo peluche. En un lugar frío de temperatura pero caliente de pasión y emoción, Pogacar lo sintió suyo y cálido. Su nuevo hogar. Piel con piel en la etapa reina, donde se puso la corona de emperador, a modo de un Napoleón en bicicleta después de 6h11:43. Una epopeya. Bendito Pogacar. Un ciclista descomunal. Histórico. Heredero de Coppi, Merckx o Hinault.

Fue una travesía formidable, de gran fondo, que le emparenta con el ciclismo clásico, el que se escribía a dos tintas en tratados de épica. Honró la memoria de ese legado Pogacar, el campeón moderno que todo lo quiere. El Giro es suyo.

Conquistó otro territorio con la grandiosidad de los campeones que corren para la historia y relatan su leyenda tras someter a Quintana, el campeón que fue, en las fauces de Livigno. El colombiano era el último hombre en pie de la fuga.

Pogacar, el primero en abrir huella en la cima, la mejor perspectiva de la carrera. El esloveno es una época en sí mismo. Un lujo. Voraz, hambriento, caníbal, Pogacar se subió a la azotea del Mottolino para saludar su superioridad y ver Roma, su destino. Pogacar creció hasta los 2.385 metros.

Pogacar y la nada

Desde allí observó el Giro, que es de su propiedad. Indiscutible. Otro paseo por las nubes para Pogacar, habitante del cielo, señor de las cumbres. El esloveno solo espera a Roma. Detrás de él, la nada. Después, Geraint Thomas y Daniel Martínez, deshabitados, laminados, derruidos.

Concedieron 2:50 respecto al esloveno en una jornada dichosa para el esloveno. “Estoy realmente feliz por ganar la etapa reina, además en Livigno, uno de los lugares preferidos de Italia”, describió tras mostrar el mechón de los victorias. Otra montaña para su colección. Pogacar es una cordillera magnífica.

El Santuario di Oropa, Prati di Tivo y Livigno son suyos. Nadie como él, que entre medias ganó una crono. Éxtasis en el Pequeño Tibet. Pogacar es el Giro. Omnipotente, dispone de una renta de 6:41 sobre el galés y de 6:56 respecto al colombiano cuando a la carrera le restan apenas seis día de competición.

Ante de abrir los brazos y colgarse del cielo, Pogacar lanzó los guantes al viento y los recogió un aficionado. Una reliquia para siempre. Aplaudiría con más entusiasmo y las manos cubiertas a su ídolo.

El esloveno ordenó a su fiel Majka que encendiera la hoguera. Las llamas corrían a cargo del líder, que entró en combustión, disparado a 14 kilómetros de su logro. Dragón rosa. Escupe fuego Pogacar, que a todos quemó entre penachos de nieve. Daniel Martínez quiso seguirle pero ardió en cuanto se acercó al sol. Ícaro. A su paso, el líder solo dejó cenizas.

Una etapa tortuosa

Las reverberaciones del Mortirolo, una cima con galones, jerárquica, traslada la memoria a Pantani e Indurain en 1994. La montaña asomó en el relato del Giro en 1990. Una montaña para venerar. Dura, asfixiante, bella, cruel. Tres décadas después, el Mortirolo fue una mole de paso, sin espacio para los arcanos ni los incunables porque la trama esquivó esa mística.

Mucho antes de que brotara el Mortirolo, el Giro se apelmazó con una fuga caudalosa en la que viajaba Quintana. Medio centenar de dorsales por delante de Pogacar, el líder que silba. En esa manifestación de ciclistas ni una sola amenaza, solo locos aventureros. La intrascendencia. Eso parecía.

El Mortirolo se plegó sin jadeos, al paso que le interesaba al esloveno, al que nadie molestaba en la larga distancia. El paisaje, fastuoso, frondosos los bosques, los tonos verdes, y las carreteras bamboleantes servían para amortiguar una jornada pesarosa, 222 kilómetros y 5.500 metros de desnivel.

Nairo Quintana fue segundo tras completar una gran etapa. Efe

Un paso de Semana Santa. En las alturas, por encima de los 2.000 metros, el oxígeno mengua y el organismo envejece. Se acumularon las arrugas, las ojeras, se encorvaron las poses, pesaron las piernas, plomizas, y los rostros se desenmarcaron a medida que se apilaban los kilómetros y caía el tiempo, eterno.

Ante la majestuosidad de las montañas colosales, el ser humano se reduce a las supervivencia. Un día para la resistencia y la agonía. Penitentes en busca de la redención.

A la fuga le fueron cayendo años y el duelo de los que arriaron la bandera blanca ante un frontispicio de roca pintada de blanca por la nieve cuando levantaban la vista hacia el Passo di Foscagnano, agarrado por las solapas de Livigno, el remate alpino. Steinhauser claudicó ante Pogacar, que después enfocó a Quintana, el hombre que venció el Giro en 2014. El nuevo campeón superó al viejo.

El colombiano mostró su mejor perfil en la montaña, donde siempre voló alto el cóndor, libre. Pogacar le cortó las alas. Le arrancó la esperanza antes de adentrarse en las rampas imposibles. El esloveno que todo lo puede las derrotó. El Giro es de Pogacar.

Giro de Italia

Decimoquinta etapa

1. Tadej Pogacar (UAE) 6h11:43

2. Nairo Quintana (Movistar) a 29’’

3. Georg Steinhauser (Edu. First) a 2:32

4. Romain Bardet (DSM) a 2:47

5. Daniel Martínez (Bora) a 2:50


General

1. Tadej Pogacar (UAE) 56h11:42

2. Geraint Thomas (Ineos) a 6:41

3. Daniel Martínez (Bora) a 6:56

4. Ben O’Connor (Decathlon) a 7:43

5. Antonio Tiberi (Bahrain) a 9:26