El relieve, agitado, repleto de aristas, de la segunda jornada del Dauphiné, era un reclamo para agarrar el petate y adentrarse en la aventura. Le Gac, Skaarseth, Vuillermoz, Delaplace, Vermaerke y Vervloesem, que después se desprendió, comprendieron de inmediato que debían alejarse del pelotón, donde el Jumbo pastoreaba, condescendiente, la carrera. El tono displicente del poder. Eso les condenó. Calcularon mal.

Por esa grieta de la hoja de cálculo se coló el enjuto Alexis Vuillermoz para sisarle el liderato al tremebundo Van Aert, que encabezó el esprint, pero no la llegada. Un puñado de segundos antes, Vuillermoz se agarraba la cabeza, sorprendido con su gesta. El francés subió de un respingo al liderato de la carrera después de compartir una exitosa huida. Venció en casa Vuillermoz, incapaz de alzar los brazos lejos de Francia. Sus triunfos son intramuros. Derribó, con todo, la fortaleza del Jumbo, con la nariz respingona, que penalizó su exceso de confianza en una etapa que respiró por un trazado punzante.

A Groenewegen todo aquello le pareció durísimo. Las penas de los velocistas, rutilantes en las planicies, desesperados y sufrientes en territorio comanche. Junto al esprinter neerlandés se arremolinaron sus compañeros con la idea de remoLcarle en un terreno ondulado, con cinco cotas. Ninguna demasiado dura, pero lo suficiente para apelmazar las piernas y plegar a Groenewegen, fuera de foco.

El DESEO DE FROOME

Al centro del escenario anhela regresar Froome. Hace apenas unas semanas, al británico, el campeón que se rompió en el Dauphiné de 2019, una trazado así le hubiese apolillado las piernas. Sin embargo se situó feliz al lado de la muchachada del Ineos y el Jumbo.

El amanecer de un nuevo Froome, tal vez. Nunca es bueno desprestigiar los milagros y los sucesos extraordinarios. El británico desea ser el que fue y, al menos, aunque difícilmente vuelve a serlo, siente punzadas de ilusión y dicha. La vida son momentos. Pellizcos de alegría que sobresalen entre la miseria y los días extraños.

Casi muero en esta carrera. Pude quedarme paralítico. Esta es la primera vez en los últimos tres años que estoy pudiendo entrenar a tope, sin dolor. Llevo meses entrenando bien. Hay que saber de dónde vengo. Tuve que aprender a andar, después a subir en bici, volver al pelotón y luego competir”, desgranó antes de partir. Llegó con los mejores.

PERSECUCIÓN

Se enraizó la persecución, cada vez más apretada, a la espera de la última chepa, la de Côte de Rohac. Coleaban aún Le Gac, Skaarseth, Vuillermoz, Delaplace y Vermaerke. Ineos, Jumbo y Trek trataban de recoger el sedal en un ascenso agreste, sin maquillar el asfalto. En la cima, la fuga gestionaba medio minuto de renta. Suficiente.

Van Aert deseaba mantener el amarillo del liderato. Azuzó a sus muchachos, que apretaron. No les alcanzó. Era demasiado tarde. El baile de la victoria se celebraría en el salón del quinteto inquieto. Atravesado el puente sobre el Loira, el Rubicón de los fugados, no había vuelta atrás.

REMONTADA

Después de entenderse de maravilla, de hablar el idioma de la libertad, el quinteto se dispuso para la pelea. Le Gac saltó como un resorte. Un muelle. Vuillermoz, el más veloz, se fue hacia él como un imán, aunque ligerísimo de desarrollo. Eso le hizo conceder unos metros. No le nubló el afán de la victoria. Engarzó el manillar con furia y bajó las coronas. Se alineó. Empujado por la pulsión, por el arrebato, remontó con contundencia.

Skaarseth tomó la rueda del francés, pero tuvo que claudicar, incapaz de rebasarle a zapatazos. Para entonces, Vuillermoz bailaba claqué. A su espalda, Van Aert, sobrado, se imponía en el esprint del grupo. No le sirvió para resguardar el liderato, que se posó sobre los hombros del francés que dudó si llegarían y si sería capaz de someter a Le Gac. “Pensaba que no podría remontar a Le Gac, pero al final pude hacerlo”. Su conquista, estupenda, sorprendió al líder. Vuillermoz rompe la hoja de cálculo de Van Aert.