Los gestos dominan el Tour. El abrazo de Mourenx entre el mito Eddy Merckx y Mark Cavendish, el renacido que emparentó con el belga en triunfos de etapa en el Tour, simbolizó el reconocimiento del logro del británico. Merckx bendijo el relato fantástico del velocista. Alrededor de la figura totémica del Caníbal giró la puesta en escena de Pogacar, el líder insaciable, “el nuevo Caníbal”, según Merckx. El muchacho de fiera ambición y rostro de querubín puso la mano sobre Kwiatkowski, que no es un cualquiera, para afearle un ataque mientras el pelotón se reponía de una caída en la que rodaron Cavendish y Mas, entre otros. El gesto del esloveno, que quiere ser como Merckx, acentuó su poder. Pogacar es el metro patrón del Tour. No solo lidera la carrera con una ventaja sideral, sino que gobierna sobre ella. El poder de Pogacar alcanza todos los vericuetos del espinazo de la Grande Boucle. En uno de sus poros se resolverá este sábado el cerrado duelo entre Vingegaard y Carapaz, separados por seis segundos. El reloj determinará el segundo y tercer puesto en París. El primero pertenece al amo Pogacar.

Omnipresente, el esloveno está en todos lados. Nada escapa a su control. El líder amainó con un chasquido la carrera, siempre alterada en el amanecer. Con París a un par de palmos, la prisas huyen de la fatiga. A Matej Mohoric, que conquistó la etapa más larga del Tour, la que le saludó tras 249 kilómetros, el cansancio no le afectó y repitió en Libourne, donde celebró su doblete. El campeón de Eslovenia izó su estandarte desde la fuga. El pelotón, comandado por Pogacar, optó por la siesta. Despertó 20 minutos después. Mohoric reivindicó el buen nombre del Bahrain y mandó callar en la meta. Un mensaje sin necesidad de traducción para quienes ordenaron el registro que sufrió su equipo en la noche del pasado miércoles. El lenguaje de signos es universal. “Durante el último kilómetro iba pensando en la redada y en que me sentí como un criminal. De una parte, es bueno porque se preocupan por nosotros, pero por otro estoy decepcionado con el sistema. No teníamos nada que esconder, pero que entren en tu habitación, te revisen todo, las fotos con la familia, tus mensajes... Pese a ello, no tengo nada que esconder y no me importaba que lo mirasen”, expuso Mohoric.

Pogacar también domina ese idioma. Después de la intervención del líder se configuró una fuga ventruda tierra adentro. En paralelo a los pinos que evitaron la desertización de Las Landas, un arenal que se comía la mar y que las raíces de los pinos libraron de la erosión. Esa postal refugió el rodar del pelotón, loco, excitado y frenético, con el velocímetro a más de 47 kilómetros por hora. El revuelo reprodujo un grupo con una veintena de dorsales. Pogacar mandó parar. Un ademán suyo fue suficiente para conceder el permiso. Vía libre. Cavendish y los suyos quieren derribar el registro de Merckx en los Campos Elíseos, la avenida más famosa del mundo del ciclismo. Sobre esa idea fuerza situaron a uno de los suyos en la escapada y se olvidaron de perseguir. Siempre nos quedará París.

El suflé de la escapada, donde residía Ion Izagirre, creció de inmediato, hinchado por el caluroso interés de muchos y el frío desapego del pelotón, encajado bajo el absolutismo de Pogacar. Entre vides, los jornales buscaron las últimas cosechas del Tour, que son escasas. No habrá más vendimia para los aventureros cuando resta una contrarreloj y el paseo por París. En ese ambiente de final de curso, de ocaso antes de posar en la orla de los Campos Elíseos, bastó un repecho para que se encresparan los ánimos entre los huidos. Gesbert, Bonnamour y Rutsch, que masticaba el chicle del sufrimiento, con el rostro compungido, se rebelaron. Reaccionó la mayoría y se empastó el grupo. La camaradería era un efímero recuerdo. Politt, un percherón, zarandeó el grupo. El junco de Izagirre se partió. Con él, otros.

NADIE FRENA A MOHORIC

A la guerra abierta le dio un portazo Mohoric. El esloveno engarfió sus manos sobre las manetas. El esloveno tumbó con bocados de realidad el sueño del resto, desgajados los perseguidores, un grupúsculo en tierra de vinos. Las uvas de la ira. Mohoric, con el recuerdo bello de Le Creusot barnizándole la memoria, no estaba dispuesto a rendirse. El esloveno, que inscribió su nombre en la travesía más larga del Tour, un maratón de 249 kilómetros, una jornada que pertenecía a otro tiempo, de aspecto vintage, corrió en apnea. No levantó la cabeza del manillar. Concentrado como un opositor bajo el flexo. El sol le indicaba el norte. La brújula del campeón de Eslovenia señalaba la gloria. En el retrovisor, el resto de fugados se lanzaba dentelladas. Arañazos de piel roja. Pogacar, sesteaba. Mohoric no se relajó. Insaciable, trituró los kilómetros sin perder el perfil. Inalcanzable. Solo alteró la pose para señalarse el maillot del Bahrain, realizar el gesto de cerrar la cremallera. Ley del silencio. Era la respuesta a la redada del miércoles. En Libourne primó el lenguaje de signos del Tour. De Pogacar a Mohoric.