icen que es triste volver a los lugares donde uno ha sido feliz. Pero más que triste es doloroso. Quizás porque la memoria (siempre traidora en estos casos) acentúa hasta las lágrimas la nostalgia, o porque, como decía Cernuda, el recuerdo de un instante feliz torna amargo todo regreso. Yo he vuelto recientemente a algunas ciudades donde fui muy dichoso. He vuelto a Burgos, a Madrid, a Zaragoza, pero quisiera volver a París porque nunca fui feliz allí en compañía de nadie.
Ahora, como si regresase de pronto trastornado de un sueño, vuelvo a las calles de una ciudad muy querida en el tiempo: Lisboa. Y paseo de nuevo por sus plazas antiguas, por las cuestas empinadas del Chiado, por la orilla luminosa del Tajo. Al atardecer, recorro los paisajes del Barrio Alto: las terrazas de los cafés, las ruinas de do Carmo, viejas tabernas y tiendas de azulejos ajados, símbolos de una belleza genuina y mayúscula. En el fragor de mi caminata, me encuentro de pronto -pero no por sorpresa- en la esquina de la rua Garrett, frente a los escaparates de la librería Bertrand. Franqueo sus puertas, después de muchos años, y me instalo en ese espacio parcelado en galerías que alberga en sus anaqueles toda la filosofía y los saberes de la historia. Y distrayendo la mirada, doy con un libro enorme que reúne la poesía completa de José Agostinho Baptista, Epílogo, publicado en una de esas ediciones fastuosas de Assirio&Alvin.
Entonces recuerdo que, en mi vida anterior, visité la casa museo de Pessoa y alguien me hizo una fotografía con un libro de Baptista que había en la biblioteca: Agora e na hora da nossa morte. Y recuerdo una velada inolvidable en el restaurante Fidalgo, cuyo dueño era amigo de Al Berto, otra sombra amada ya ausente. No recuerdo la conversación con él, pero sí el vino de Oporto que bebimos aquella noche. Sí el recital de fado y una sesión de jazz en el Hot Club, y muchas copas de ginja y sonrisas y besos. Entonces me asaltan unos versos del poeta dedicados a su padre que, a su vez, se mezclan con otros grabados en mi memoria: Miro el mar, es todo lo que sé hacer: mirar el mar y no pensar. Y me instalo, sin quererlo, en una nostalgia malsana y dolorosa, profundamente dañina.
Una amiga mía -muy querida- dice que hay mil lugares que ver en el mundo antes de volver a aquellos donde fuimos felices. Dice Cristopher Hichens que quien no puede olvidar el pasado está condenado a recrearlo. Hace años, cuando fui a Lisboa por primera vez con aquel amor (ese recuerdo que ahora piso para ahuyentar la saudade), le pedí a mi editora el correo de José Agostinho Baptista. Le escribí y contestó de inmediato: no vivía ya en la ciudad, se había instalado en Funchal, su pueblo natal, Isla de Madeira. No pude encontrarme con él aquella vez, pero seguí conociéndolo a través de sus versos. Más tarde llegaron desde la isla noticias puntuales, algunas cartas, libros dedicados, luego el olvido. Estaba lejos Madeira. Nos quedamos aquella noche en Lisboa. Todo está lejos ahora.