Los últimos rayos del sol cubrían la ciudad de Cahidan, llenando sus calles de un resplandor rojizo. Junto a una robusta carroza, una figura cubierta con una capa ojeaba un ajado mapa y trataba de asegurarse de no haber olvidado nada para el viaje. Ya había tenido suficientes sorpresas últimamente. Con desgana, se apartó un mechón de pelo más corto que el resto que caía sobre su rostro, y volvió a agarrar el pergamino.

No era la primera vez que ese mismo pergamino había caído en sus manos, aunque casi no recordaba ya. Ese momento ese vértigo cuando el mensajero sin nombre se lo extendía esperando a que tomase la decisión de cogerlo. Ese era el instante en el que aceptaba la responsabilidad que pesaría, no solo sobre su futuro, sino sobre el de todos aquellos cuántos conocía. Ya no quedaba mucho de esa ansiedad.

Lo abrió y le echo otra ojeada, pese a que casi lo podría haber recorrido de memoria. El mapa contenía la ruta hilvanada sobre las líneas de la frontera, trazada con prisa a carboncillo. Muchas veces se había preguntado el porqué de esas fronteras, con sus rectas siempre uniformes y delimitando espacios iguales, como diseñados por el mismo patrón de una imprenta. El viejo orden, decían. Nadie preguntaba, a pocos interesaba, pero en el fondo las vidas de todos ellos tenía en vilo

Él tenía la certeza de que por encima de ese orden había algo más. No hubiese podido ni empezar a explicarlo, pero de alguna forma lo percibía.

A veces.

Sabía que el día había terminado en la ciudad, y lo que eso suponía. En alguna de las tres ciudades rivales, alguien como él estaba preparando un viaje como el suyo en ese preciso momento. La única duda que quedaba en el aire era cuál de ellos conseguiría ayudar a su ciudad en la lucha por la supremacía del mundo conocido. Los estandartes siempre turquesas de sus banderas dormían a la espera de los rayos del sol de la mañana, y según el viejo orden cuando salía el sol en una de las 4 urbes se ponía en las otras tres. Y así, de manera sucesiva, iban y venían los días hasta el momento en el que una de las ciudades expandía los límites de sus fronteras hasta la victoria, y ahí era cuando había podido escuchar a la voz. Era como una sensación superior, que todo lo dominaba. En ocasiones era una voz alegre tronando entre carcajadas, y otras era más sombría, apagada. Siempre la había percibido al caer la larga noche, cuando todo había terminado, y podían pasar incluso semanas hasta que arrancase de nuevo el ciclo de la vida y la supremacía estuviera de nuevo en entredicho.

Cayó en la cuenta de que nunca había visto un despertar tras la larga noche. Jamás, antes de que el mensajero sin nombre le hubiera entregado de nuevo el pergamino. Salió de sus cavilaciones turbado, negando con la cabeza, así que optó por terminar de ajustar las guarniciones de la carreta, tan vieja como el mismo, para que estuviera lista al rayar el alba. Se acomodó lo mejor que pudo contra uno de los laterales, y cubriéndose del todo con la capa, espero.

Antes de lo previsto, se despertó sobresaltado. Alguien merodeaba a su alrededor, estaba seguro. Él no era un guerrero, pero ya se había enfrentado a los saboteadores en muchas ocasiones. Puso las manos sobre la empuñadura de su daga, y husmeó en busca del momento de la ventaja. Cuando ya pensó que controlaba la situación, para su sorpresa el mensajero sin nombre se dejó ver, apareciendo de entre las sombras con un nuevo pergamino. Extendiéndoselo con la mirada fija, sin articular palabra. Apenas lo tomó, su figura desapareció callejón abajo. De inmediato lo escrutó, abriendo mucho los ojos, y súbitamente corrió hacia una lámpara y se encaramó para prender el pergamino con la poca llama que aún quedaba.

En pocos instantes ya estaba subido a la carroza, que dejó atrás las murallas de la ciudad con sus ejes chirriando a cada recodo del camino. No dejó de fustigar a los caballos, mientras apretaba los dientes. El cambio de ruta era claro, y la importancia de su cargamento había crecido. Ya no llevaba tan solo suministros, llevaba consigo el futuro de la ciudad. Lo volvió a sentir. Era el vértigo

Cuando todo hubo pasado y se despertó, los caballos aún seguían recostados en el suelo, exhaustos. Volvió a perder la noción del tiempo

Los materiales que había transportado habían servido para ensanchar las líneas de fronteras de la ciudad frente a la de sus rivales. La supremacía de su ciudad había llegado, y esta vez había sido gracias a él. La alegría se extendió por cada rincón de la ciudad turquesa, sus blasones refulgieron con un color vivo, como salido de un cálido mar, y las celebraciones se extendieron hasta que llego de nuevo la larga noche. Él había sentido la voz riéndose una vez más en la distancia antes de dormir. Más allá del cielo.

Erik terminó de colocar cuidadosamente todas sus piezas, las cartas y el tablero, y cuando iba a cerrar la caja descubrió una pequeña ficha turquesa con forma de carreta que se había quedado fuera. Sonrió, retiró el tablero para ponerla en su sitio, y guardó la caja hasta la próxima partida, que tendría que ser el mes siguiente. Aún quedaban algunos exámenes.