Cuando yo era pequeño, las películas de aventuras, que eran las que más me gustaban, solían tener unos “buenos” buenísimos y unos “malos” malísimos, y no pocas veces bastante tontos.
Una de las películas que más me gustó en aquella época (me sigue gustando ahora más que cualquier otra versión de esa historia) fue la titulada en España Robín de los bosques (The adventures of Robin Hood), dirigida por Michel Curtiz y protagonizada por Errol Flynn y Olivia de Havilland.
Los “buenos” eran Robin y sus hombres, y el rey Ricardo, llamado “corazón de león”. Los “malos”, Guy de Gisborne y el príncipe Juan, hermano de Ricardo y regente de Inglaterra en su ausencia, que era el malo tonto.
Juan, de la dinastía Plantagenet (normandos), reinó a la muerte de su hermano. Durante su reinado se promulgó la Carta Magna, hecho de mayor trascendencia que cualquiera de los realizados por esa dinastía. En fin: como era el pequeño de cinco hijos, nadie pensó que llegaría a reinar, así que se le llamó Juan sin tierra (sanz terre, en francés normando; lackland, en inglés).
Dejemos por el momento al personaje y vayamos a su apodo. Sin tierra. Si lo pasamos a nuestro redil, veremos que esa, sin tierra, es una condición sine qua non para disfrutar de cosas que suelen llevarla incorporada, caso de las setas en general y determinados moluscos bivalvos que viven en la arena, como las almejas, los berberechos, las navajas...
Pocas cosas son más desagradables que morder el polvo, y no sólo en el sentido metafórico de ser derribado (hoy se diría “abatido”) y vencido en una pelea, en una batalla, sino cuando uno se las promete muy felices ante un plato de setas, o un guisito de almejas, y al segundo o tercer bocado nota que tiene tierra en la boca.
Evitarlo es tan fácil como someter setas y moluscos a alguna operación preliminar. Yo recuerdo de mi infancia el espectáculo de las almejas puestas a purgarse la noche anterior. Estaban, claro, vivas. Metidas en un barreño con agua salada. Cada vez que me acercaba a verlas, alguna almeja “escupía” un chorrito de agua, generalmente con buena puntería.
De aquellos tiempos data una receta de almejas que preparaba mi abuela, inspirada (cómo no) por el libro del gallego Picadillo. En vez del remojo directo de las almejas, muchas veces las colocaba en una fuente y las tapaba con un paño impregnado de agua muy salada, que las cubría toda la noche.
Al día siguiente, y cuando ya se habían ganado el mismo sobrenombre que el mencionado rey inglés (sin tierra, en este caso sin arena), mi abuela las pasaba a una cazuela de barro, que ponía al fuego, para que se abriesen y soltasen su agua.
Cuando esa agua empezaba a hervir, añadía perejil picado. Mientras, en sartén, rehogaba cebolla muy picada, con un poquito de pimentón. Finalmente, vertía este mejunje sobre las almejas, con una cucharadita de pan rallado. Dejaba cocer unos minutos, y a la mesa. Estas almejas no necesitaban sal; ya traían ellas. Sí que necesitaban pan, para la salsa.
Son una variante de las que doña Emilia Pardo Bazán llamaba “almejas lame-lame”, decía que “por la forma perruna de comerlas”.
La verdad es que las almejas son tan gentiles que a la menor insinuación se libran de la arena, proporcionan la base para la salsa y, encima, pueden servir de cubiertos, al ser como cucharas pequeñas.
no lavar las setas Hablábamos de las setas. Habrán leído (y oído) montones de veces a expertos que dicen que jamás hay que lavarlas. No les hagan ni caso. Las setas son, en su 90%, agua. Wenceslao Fernández Flórez, al que hoy apenas se le recuerda más que por El bosque animado (curiosamente, en el prólogo de su obra completa confiesa que era su título favorito), las llamó, justamente en esa novela, “hijas de la lluvia”.
No hagan caso a los partidarios del cepillo, y pásenlas por el chorro, por supuesto sin inundarlas ni ahogarlas. Sólo hacerles soltar lo que les sobra.
Y recuerden que, como decimos en mi tierra, un poco de agua y un poco de desconfianza nunca le hicieron daño a nadie. Agua y desconfianza: hablando de setas, dos cosas a tener muy en cuenta.
En fin: que me cae bien Juan sin tierra. Y más si tenemos en cuenta que su intérprete, el magnífico actor secundario Claude Rains, bordó, también con Michael Curtiz, el papel del corrupto y cínico capitán Louis Renault, prefecto de policía en Casablanca, papel que le valió ser candidato al Oscar de su categoría en 1944.
Ya ven que hay razones para reivindicar a este rey, víctima de la leyenda de Robin de Locksley y del prestigio de su hermano Ricardo, quien, sin embargo, apenas pisó Inglaterra en dos ocasiones durante su reinado, ocupado en discutir con Saladino por un quítame allá Jerusalén. La verdad: me quedo con Juan. Por supuesto, sin tierra.