Para los romanos, como para la gran mayoría de los europeos, el cerdo era la principal fuente de proteínas animales.

En el libro de Apicio (De Re Coquinaria), las recetas para el marrano superan de largo a las dedicadas a otras carnes, como el cordero o cabrito, la caza y, por supuesto, el ganado vacuno, para el que solo ofrece cuatro recetas.

Parece que su manera preferida de comer cerdo era como en Segovia o Arévalo, es decir, en su infancia.

Les gustaba el lechón jovencito (porcellus), aunque no tanto como el que se sirve en los asadores castellanos. Del cerdo adulto... todo.

En el libro VII de la mencionada obra de Apicio, titulado Politeles, que podemos interpretar como “el que no repara en gastos”, figuran fórmulas para preparar o acompañar las más diversas parcelas porcinas, del morro (labelli) al rabo (coticulae), pasando por el estómago, los riñones y el hígado, además de otras mucho menos frecuentes hoy.

Quede constancia que Apicio sitúa sus recetas de hígado de puerco bajo el título Ficatus, que viene de figo, higo, y no de jecur, hígado, que reserva para los de corzo, cordero, liebre, gallina y pollo: es curioso que no se ocupe del hígado de oca cebada, que los romanos -y antes los egipcios- ya conocían bien.

Vamos con lo excepcional, y centrémonos en un producto muy apreciado: las ubres de cerda.

Aquí hay que puntualizar las preferencias de los exquisitos de la época: las tetinas más apreciadas eran las de una cerda sacrificada al día siguiente del parto, pero sin que hubiera dado de mamar a sus lechones.

¿Ubres con calostros, quizá? Sugería cocerlas y ensartarlas después en una brocheta de caña, espolvorearlas con sal y meterlas al horno. Las acompañaba con una de sus salsas. Acudamos a Galeno, que en De las facultades de los alimentos escribió: “las glándulas de las ubres ofrecen, cuando contienen leche, algo de la dulzura de ese líquido; y precisamente por eso las ubres llenas de leche, sobre todo las de las cerdas, son un plato muy buscado por los exquisitos”.

Si lo dice Galeno, inútil discutir; pero, sinceramente, no tengo mucho interés en ese manjar. Y mucho menos en otro al que el autor del texto culinario dedica cinco recetas: las vulvas de cerdas estériles, que trata en el mismo apartado que la piel, las manos, los morros y la cola de cerdo.

Más apetecible, de largo, me parece, sin salirnos del capítulo “que no repara en gastos” su receta de jamón cocido envuelto en costra, un jamón revestido de una masa similar a la de empanada.

Esto de cocinar jamones enteros tiene una larga tradición, y los resultados, si se hace con sabiduría, suelen ser muy satisfactorios.

La receta tiene muy buena pinta, y en ella, a diferencia de la inmensa mayoría de las de Apicio, no entran ingredientes extraños.

Por cierto: el tan denostado garum, hecho con pescados fermentados, es hoy protagonista de muchos platos de inspiración oriental, solo que en vez de garum le llamamos salsa de pescado, tailandesa (nam pia), vietnamita (ñuoc man) o china (salsa de ostras): viene siendo lo mismo; lo que pasa que a los romanos no les habían comido el coco con el camelo del umami.

Vamos con el jamón. Deshuesado, mejor. Cuézanlo en agua, con bastantes higos secos y tres hojas de laurel.

Cuando esté cocido, escúrranlo y quítenle la piel. Con la punta de un cuchillo, hagan incisiones cruzadas en la carne, formando una especie de red; viertan miel en los cortes.

Revistan la pieza con una masa que habrán preparado con harina y aceite, y la sal necesaria; será una nueva piel para el jamón.

Así las cosas, al horno; cuando vean que la costra está cocida y dorada, sáquenlo y sírvanlo, así o a temperatura ambiente. A los romanos les gustaba dar formas más o menos artísticas a esa capa de masa; ustedes son muy dueños de hacerlo o no.

No hace mucho tiempo, la gran Victorilla, en El figón de Santiago madrileño, hacía un jamón asado cuya superficie caramelizaba con azúcar; el aroma inundaba todo el restaurante, excitando el apetito de la clientela hacia esa especialidad de la casa.

Hay que recordar que los romanos no utilizaban el azúcar: no lo conocían apenas y, de todas formas, hasta su aclimatación en las Antillas fue un producto carísimo, al alcance de muy pocos. En fin, ya ven ustedes que, ya en tiempos de Augusto y Tiberio, del cerdo se aprovechaba todo.