Nunca tuve que probar su contenido, que por entonces se consideraba una de las cosas más desagradables que uno podía meterse en la boca: el aceite de hígado de bacalao, panacea que los mayores se empeñaban en suministrar a los niños débiles o inapetentes; en mi casa, quizá por ser casa de boticario, no se implantó esa costumbre.
Pero recuerdo, de la farmacia paterna, los frascos de Emulsión Scott con su grabado de un fornido marinero que lleva a su espalda un bacalao casi tan grande como él. Tengo entendido que hoy la casa ha adoptado el sistema de Mary Poppins y han añadido al compuesto alguna sustancia que hace que sea más fácil de tragar.
¡Con lo bueno que está el hígado de bacalao tal cual! Un ilustre desconocido entre nosotros. Yo aprendí a apreciarlo en mis tiempos de cronista parlamentario, cuando la pandilla iba a tomar una “verbena” de ahumados, y las cañas correspondientes, a una tasca cuyo nombre he olvidado, vecina del Teatro Español.
Allí, junto con los canapés de diversos ahumados, nos ponían alguno de paté de hígado de bacalao. Era de lata, una lata en la que figuraba un sonriente marino. Lo servían muy frío. Pronto renuncié al resto de la verbena para especializarme en el hígado de bacalao: me encantaba.
Bastantes años después, en las islas Lofoten, me reencontré con el hígado de bacalao, aquí sí que al natural. Nos daban bacalao -bacalao fresco, skrei- hasta para desayunar. Cocido, sin más concesiones. Lo acompañaba un bol con patatas igualmente cocidas... y otro con hígado de bacalao, fresco, en el mismo estado; ni que decir tiene que era lo más apreciable del menú.
Era febrero, cuando los bacalaos bajan de las aguas gélidas del Mar de Barents a las poco más soportables del llamado Vestfjorden, brazo de mar que separa las Lofoten de la costa noruega; allí se produce lo que llaman gran pesca; el bacalao, en las Lofoten, es pescado de bajura. Del día.
Es sabido que el hígado, así en general, no está en su mejor momento de popularidad; es casquería, y la casquería, con la excepción folclórica y magnífica de los callos, está en horas bajas. Tampoco los filetes de hígado eran populares entre los chavales de mi tiempo; fue mucho después, en mis lecturas primero, y en París después, cuando descubrí el hígado de ternera a la burguesa al estilo de madame Maigret. Una delicia.
Los canarios mantienen el aprecio por las carajacas, que al fin y al cabo hígado son. Hubo un tiempo en el que fueron muy populares los higaditos de pollo; en el desaparecido y elegante Zoska, en la calle de Ayala, frente a la vieja sede de EFE, los ponían de aperitivo, y nos encantaban.
El único hígado aristocrático, pese a los reparos de los animalistas y de los pusilánimes, es el de oca o pato, el foie-gras; nadie lo asocia con la casquería, como nadie considera casquería -lo es- al caviar.
Pero estamos en hígados de pescado. El del salmonete, por ejemplo, es un magnífico bocado. En los de tamaño pequeño no solemos apreciarlo, y es una pena. Más éxito está teniendo el de rape, sin duda favorecido por esta al parecer inextinguible ola de adoración total a los modos culinarios japoneses.
Vale, el hígado de rape está muy rico, simplemente salteado, o en paté. Como todos los hígados, su preparación, limpieza y desvenado es tarea bastante latosa. Es curioso lo del rape. Pasó de ser un pescado de pescadores a un pescado con el que se llegaba a falsificar la langosta; hoy es uno de los muy apreciados, y partes no hace tanto ignoradas, como el propio hígado o sus cachetes -mejillas o carrilleras, ‘galtes’ en Cataluña- son consideradas hoy bocados excelentísimos.
Pescado de pescadores sigue siendo, en general, la mal conocida raya. Un vestigio de otras eras, que da mucho juego en la cocina, sea en caldeirada al estilo gallego, sea con naranja agria como se prepara en Sanlúcar de Barrameda, sea en su receta más universal, la muy francesa raya a la manteca negra.
Y su hígado. Un aperitivo excelente, que ya conocían los maestros de fin del XIX: Ángel Muro suministra una receta algo barroca, pero señala que es un “manjar excelente y de buena mesa”. Básicamente, se trata de estofar el hígado en su propio jugo, con mantequilla; añadirle unos granos de sal y una gota, una sólo, de Jerez, y disponerlo sobre finas rebanadas de pan que habrán secado, sin llegar a tostarlo. Le va un fino de Jerez, servido con liberalidad.
Todas las apuntadas son maneras mucho más agradables de aprovechar las innegables virtudes de los hígados marinos que acudir a la farmacia en busca de la Emulsión Scott o preparados similares. Pero, qué quieren ustedes: eran otros tiempos, y otras costumbres.