MADRID. Hace unos días, con ocasión de rendir nuestro anual homenaje a la señora del río, la lamprea, compartí mesa con mis exjefes y, sin embargo, como decía Alfonso Sánchez, amigos Manolo Mora y Javier Hernández; el primero de ellos tuvo el detalle de regalarme un ejemplar de las 'Sátiras' de Horacio.

Para mayor gentileza, se tomó la molestia de señalar las páginas en las que el poeta predilecto de Mecenas toca asuntos gastronómicos. Horacio no pudo conocer ni a Lúculo (anterior a él) ni a Apicio (posterior), pero no dejó de ofrecer algún consejo sobre esta materia. Uno de ellos me ha sumido en la perplejidad.

Aclararé antes, para que me entiendan mejor, que he vivido toda mi vida en medio urbano; en mis recuerdos infantiles hay gallinas, a las que daba granos de maíz y trocitos de pan, pero están en relación solamente con algún veraneo en zona rural, donde por entonces era de lo más normal convivir con estas aves.

Siempre me pareció una habilidad curiosísima y de la mayor dificultad la de quien se dedica, como parece que hizo en su juventud Joan Manuel Serrat, a sexador de pollos. Pero si me parece dificilísimo adivinar, con un porcentaje abrumador de aciertos, cuál es el sexo de un pollito mirándole durante poco más de un segundo el trasero, comprenderán ustedes que conocer el sexo de un huevo me parezca asunto de poco menos que un personaje de Bradbury: ciencia ficción.

Mi suegra, que pasó su niñez en la aldea, tenía la habilidad de reconocer a la vista los huevos que tenían dos yemas. Trató de explicármelo, pero debía de ser algo que superaba mi entendimiento. Yo, como casi todo el mundo, sabía que había huevos blancos y huevos morenos, y hasta ahí llegaba. También, claro, que había huevos más grandes y huevos más pequeños.

Por cierto que, cuando yo era un chaval, había muchos más huevos blancos que morenos, de modo que la gente valoraba más estos últimos sin más razón que la estética. Los productores obraron en consecuencia, e introdujeron ponedoras "especializadas" en huevos oscuros. Hoy en las pollerías se ven casi tantos huevos oscuros como blancos. Y digo en las pollerías porque en los demás sitios donde venden huevos no se ve más que el envase.

Vuelvo a Horacio. Aconseja a su interlocutor sobre lo que debe servir en una cena, en un banquete, y escribe: "acuérdate de servir huevos de forma alargada, que son de mejor sabor y más blancos que los redondos, porque tienen la cáscara dura y contienen yema macho". Aprendo que los romanos, al revés que nosotros, preferían los huevos blancos... y que hay yemas macho y, en consecuencia, yemas hembra.

Pensé: esto hay que confirmarlo, de modo que fui a ver qué decía Columela, que vivió después que Horacio. Pues nada menos que esto: "cuando alguien quiera que salga el mayor número posible de machos, echará a la gallina (para empollar) los huevos más largos y afilados; y cuando, al contrario, desee hembras, los más redondos".

Bien. Yo, hasta ahora, al comprar huevos me fijaba en el primer número de la cifra que traen impresa en la cáscara, para elegir los que llevan un "1", que indica que proceden de gallinas camperas; hay huevos que empiezan por "0", que parece significar que los han puesto gallinas "ecológicas", pero se ha abusado tanto de esta palabra como reclamo comercial que es leerla y despertarse todo mi escepticismo y desconfianza.

Parece que ahora voy a tener que fijarme también en el grado de redondez de los huevos, para garantizarme una buena yema, que no solo es lo mejor del huevo con muchísima diferencia (lo comestible, suelo decir yo, que añado que clara y cáscara son simples elementos de protección), sino que es, también, la mejor salsa posible, además de base de muchas grandes salsas elaboradas ya no por la gallina, sino por los seres humanos.

El aficionado a los huevos fritos con yema temblorosa lo sabe, como lo saben los devotos de la tortilla de patatas al estilo de Betanzos, que para ellos viene siendo un montón de patatas fritas envueltas en salsa de yema, que se desparrama al primer corte de la tortilla.

A veces, demasiado: un día llevé yo al añorado Santi Santamaría al restaurante donde ejercía Crispi, primer campeón de España de tortillas de patatas. Cuando la terminamos, quiso saber si había estado del gusto de Santi, Este, socarrón, le dijo: "estaba muy buena; pero no la has terminado de hacer".

Bien, me temo que hemos complicado, por culpa de los autores romanos, una cosa tan sencilla como el huevo. Mejor nos lo tomamos como aumento de información, y seguimos disfrutando de ese producto gallináceo que no por cotidiano -suele ser lo primero que vemos al abrir la nevera- deja de ser, si se le trata con cariño, una verdadera delicia.