Por fortuna es algo cada vez menos frecuente, pero todavía sucede más de lo deseable: llega usted a un restaurante o, más bien, a un chiringuito y, a la hora de consultar el apartado de pescados o mariscos de la carta, se encuentra con que ese que tanto le apetece no tiene precio: se escuda en “S.M.”.

Esas letras significan “según mercado”, aunque lo que suelen indicar es que el mesonero le va a cobrar por ello lo que le parezca oportuno. Y, claro, luego pasa lo que pasa y, por decirlo bíblicamente, viene el llanto y el crujir de dientes: le han sacudido a usted un palo con el que no contaba.

Según mercado... Habría que saber de qué mercado estamos hablando, no sea que el dueño del tinglado sea émulo del inefable Ordenalfabetix, el pescadero del pueblo de Asterix. El mal estado de su pescado es un leitmotiv en muchas de las aventuras de los galos. Más de una vez, alguien sensato, sea Asterix sea el druida Panoramix, le pregunta a Ordenalfabetix por qué, teniendo el mar a un paso, no va a pescar para abastecer su comercio; el interesado, muy ofendido, suele contestar: “Aquí se respeta a la clientela, así que mi pescado lo compro en el mercado de Lutecia (París)”.

Puede que lo de “según mercado” fuese admisible en tiempos en los que los ordenadores eran casi ciencia ficción; hoy, no. Podemos entender que reescribir cada día la carta fuese engorroso; pero ahora... Ya me dirán qué cuesta escribir o modificar la carta en el ordenador e imprimir las copias que sean necesarias. Suena, qué quieren ustedes, a picaresca. La verdad es que va con el carácter de tantos españoles, que se tiran a la piscina sin comprobar si el nivel de agua lo permite. No van a ser ellos quienes pregunten qué precio se esconde detrás de esas letras, no vayan a tomarles por tacaños o, lo que es peor, sin la liquidez suficiente para afrontar el gasto.

Que pasa. En la mayoría de los restaurantes, el maître informa al cliente de que “fuera de carta” hay tal o cual cosa; pero, salvo excepciones, se calla cuánto le va a costar el capricho, no sea que el ciudadano en cuestión le salga con un exabrupto del tipo “¿le he preguntado el precio?”, chulería que suele llevar aparejado un castigo pecuniario.

extranjero En mis tiempos gastronómadas me llamaba la atención que en Francia le decían a uno lo que costaban las ofertas “fuera de la carta” y aquí, no. Los franceses, en esto de las cosas de comer, son muy serios, y quieren que además de decirles que las ostras “están buenísimas” les informen de su precio, para hacerse una composición de lugar, de modo que a nadie le parece mal que el maître descienda a detalles tan prosaicos.

Por aquí abajo, en cambio, y sobre todo si se come con más gente, sean amigos o meros conocidos, la información pecuniaria puede llegar a ofender al afectado. No; lo que puede ofender, y cómo, es que detrás del “S.M” colocado junto al pescado en cuestión venga un palo como los que se han reflejado este verano en las redes sociales. Esos pescados deben de proceder de los mercados de Tsukiji (Tokio) o del Fulton Fish Market (Nueva York) y haber viajado en preferente.

Es cierto que preguntar sigue dando un poco de corte; por eso se agradece que en lugares ejemplares informen de lo que cuestan esos tentadores espagueti con trufa blanca, ese civet de liebre, esa becada... Usted tiene perfecto derecho a saber de antemano lo que le va a costar su comida, o al menos hacerse una idea bastante aproximada.

Así que me encantan los restaurantes con carta y precios, cosa cada vez más rara, en estos tiempos en los que a mucha gente le gusta que le canten la carta (sin la columna de la derecha, naturalmente) y proliferan los cocineros (perdón: chefs) que se limitan a proponer el menú del chef, el menú gastronómico o el menú de mercado, con precio, sí, pero sin más detalles acerca de lo que le van a poner delante.

Hoy todo el mundo pide transparencia en la vida pública. Ya puestos, ¿qué trabajo costaría aplicar esa transparencia a las cartas de los restaurantes? En los de El Pireo suele haber un expositor con los pescados del día: todos tienen una etiqueta en la que se señala su precio, aunque uno se quede con la duda de si se aplica al peso o al ejemplar; pero es más que nada.

No se corten: pregunten. Es el modo más sencillo de salir de dudas cuando la pereza, o la picaresca, del dueño del establecimiento impidan el mínimo trabajo de darle a la tecla de la impresora. Siempre será mejor llevarse el susto antes de pedir que el disgusto al recibir la factura.