Madrid - Hubert de Givenchy ostenta, con 87 años, una perspectiva privilegiada de la historia de la moda. Protagonista de su edad dorada y testimonio vivo de su ocaso, el diseñador no pestañea al sellar, con una lápida de siete palabras, la muerte del buen gusto: “La pasarela de ahora es muy vulgar”. El interlocutor podría negar la mayor si no fuera porque quien habla es una de las escasas memorias vivas de la historia de la alta costura, discípulo de Balenciaga, y cuya decana perspectiva exhorta a revisar la facilidad con que “transgresor” y “excepcional”, se utilizan para calificar las propuestas que, dos veces al año, regurgitan las pasarelas.

Vestido con impoluta americana, camisa azul de cuello blanco y gafas ahumadas para protegerse de la luz; su cuerpo acusa el paso del tiempo en la lentitud de sus gestos, aunque conserva una mente clara. “La moda debe evolucionar lentamente, sin ninguna revolución (...) Solo de ese modo un vestido podrá ser querido y perdurar”, argumenta el modisto mientras señala varios diseños que creó en las últimas décadas del siglo XX y que desde el 22 de octubre (y hasta el 18 de enero) visten las paredes del Museo Thyssen con una gran exposición. “No lo digo para vanagloriarme, pero al ver estos diseños, uno se da cuenta de que no han pasado tanto de moda”.

Entre las piezas expuestas se encuentran prestamos inéditos de colecciones privadas, el famoso vestido que su gran amiga Audrey Hepburn llevó en Desayuno con Diamantes y otras preciosas vestimentas de fieles clientas como Jackie Kennedy y Grace Kelly. La exposición, bautizada con su nombre, propone un dialogo entre su obra y los fondos del museo, de donde se han seleccionado piezas maestras de Delanuy, Zuloaga, Rothko, Bosschaert o De Staël. “Este planteamiento -precisa- era mucho más interesante que una simple retrospectiva”. Él mismo ha sido un gran comprador de arte, una tradición que heredó de sus abuelos, grandes coleccionistas de telas, que le permitieron desde pequeño, “estar rodeado de belleza” y apreciar la importancia de una buena materia prima.

La conversación entre Givenchy y la colección del museo es “noble, honesta y sólida”, explica Eloy Martínez de la Pera, comisario de la muestra, que resalta la personalidad “humilde” del diseñador, aún cuando ocupa uno de los capítulos de la historia de la moda y en su obra confluyen “el paradigma de lo clásico, con lo transgresor”. Su modernidad estuvo presente desde sus inicios (en 1954), con una colección bautizada como Separates, que defraudó a la prensa, pero avanzó el nacimiento del prêt-à-porter. En ella, en vez de elegantes vestidos de noche, el diseñador presentó una línea de cuidadas prendas, más de calle, como blusas, camisas y faldas. “Si tuviera que volver a empezar, haría eso mismo. La ropa para la calle es el futuro, la clienta puede escoger dos o tres cosas, y combinarlas como ella quiera”, señala con extremada visión empresarial. Para contentar a todos, en sus colecciones combinaba ambas líneas, unidas por idéntico espíritu clásico y minimalista, orientados a la mujer de la época, que vestía de punta en blanco y se cambiaba hasta tres veces a lo largo del día. El museo madrileño introduce por primera vez la moda en su programación con un desfile de siluetas arquitectónicas, en búsqueda de la belleza clásica, a través del uso del color y el dominio de la costura. Pilares todos ellos, heredados de su maestro, Cristóbal Balenciaga, por el que todavía confiesa auténtica devoción: “Balenciaga es mi religión”, dijo en una ocasión.