Comparada con Un franco catorce pesetas, ciertamente la similitud temática entre ambas películas resulta indiscutible. En el filme de Carlos Iglesias, se mostraban las vicisitudes de una generación de españoles que tuvo que emigrar a Suiza en los años sesenta; en el filme de Ruben Alves se ahonda en la encrucijada de una familia portuguesa que, tras treinta años de trabajo en París, se cuestiona regresar a su país de origen. Como se deduce de este pretexto argumental, toda la guarnición de elementos tóxicos amenazaban la salud de su guión. Con este paisaje, padres porteros en una casa bien parisina, con hijos en edad casadera y todos los tópicos habituales, el temor de encontrarse ante una comedia horrorosa parece legítimo. Con parecidos mimbres se han perpetrado títulos infames. Las del landismo no fueron las peores.
Dirigida por un debutante que dedica su primer largometraje como director y coguionista a sus padres, Ruben Alves, con materiales que conoce bien, muestra una sutileza notable para aunar humor con crítica, arquetipo con singularidad, convencionalismos con pellizcos a la condición humana. Le ayuda a salir airoso un buen reparto y una dirección limpia.
Alves, francés de formación, nacido en Portugal de donde salió con sus padres huyendo de un régimen de dictadura, mezcla los referentes culturales de su origen con la prosa cinematográfica de la comedia francesa. Se habla de fútbol, de albañiles y porteras, del bacalao y del fado, y se contrapone a una sociedad francesa acomodada. Acunado por esa colección de tics escasamente innovadores, lo mejor de esa cinta se encuentra en su reflexión sobre el interés y la envidia. En pequeños giros argumentales que rozan las diferencias de las clases sociales y los prejuicios nacionales. Solo es una comedia simpática pero que haya ganado el Premio del Público del Cine Europeo, nos enfrenta a una reflexión sobre cómo está la salud del cine y qué público lo está respaldando.