Dirección: Martin Scorsese. Guión: Terence Winter según la obra de Jordan Belfort. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Jonah Hill, Matthew McConaughey, Kyle Chandler yJean Dujardin Nacionalidad: USA .2013. Duración: 180 minutos

Hace un par de meses, Martin Scorsese (Queens, 1942), cumplió 71 años. A comienzos de los años 70, cuando en medio mundo todavía se hablaba del mayo francés, dos años después de que Janis Joplin y Jimmy Hendrix dejasen sendos cadáveres de 27 años, Scorsese encabezó el grupo de los denominados "movie brats". Unos airados mocosos que se convertirían en los salvadores del cine norteamericano. Entre todos ellos siempre se impuso la voz de Martin, incluso en sus tiempos de delirio y exceso. O quizás por eso mismo, porque supo del exceso y vivió en el delirio. El caso es que aquel cineasta de origen italiano y sobrecarga católica, enamorado de Powell-Pressburger y de su inolvidable Narciso negro, siempre se mostró como un culpable arrepentido, atribulado por el remordimiento, atraído por lo siniestro.

Scorsese, junto a Francis Ford Coppola, Brian De Palma, George Lucas, y Steven Spielberg, conformó una generación galáctica. Y ahora es, de todos ellos, quien más lucidez (de)muestra. Así, el hombre que debutó hace 42 años con Malas calles, acaba de resurgir con la que sin duda es su mejor película en los últimos veinte años. En ese renacimiento fulgurante, Scorsese ha contado con la inapreciable ayuda de dos hombres. Uno, le ha aportado un excelente guión trufado con humor y sazonado con el mejor veneno macerado en series como Los Soprano. Su nombre: Terence Winter. El otro, le ha llevado más lejos lo que De Niro hizo en su tiempo y lo ha hecho sin engordar ni un gramo. La interpretación de Leonardo DiCaprio, (cómo le gustan a Scorsese los apellidos compuestos), es magistral. Pueden no darle el Oscar pero nadie habrá ido tan lejos como el actor-productor que cada día del rodaje de este filme le regalaba a Scorsese un nuevo reto. Un salto mortal extraído de su querencia por el riesgo y de la memoria acelerada del propio Jordan Belford, el tahúr de la bolsa, el hombre al que llamaban el lobo de Wall Street. Belford aportaba su fantasma y Di Caprio lo reinventaba a su modo.

El lobo de Wall Street es la respuesta yanqui a La gran belleza. Como el filme de Sorrentino, muestra el cáncer del tiempo contemporáneo: la decadencia del sistema capitalista y con ella el vaticinio de un desastre cercano. Los antihéroes de este filme de bucaneros de las finanzas y charlatanes sin escrúpulos, reinaron en el tiempo en el que Scorsese firmaba películas como After Hours y El color del dinero. Tiempos de desmoronamiento ideológico que, en esta ópera bufa donde corre el alcohol y abunda la cocaína, Scorsese arroja al espectador para cerrar un círculo. Se diría que aquellas "malas calles" desembocaron en estos corruptos palacios de droga y vicio. Ayer como hoy, el dinero es el peor de los estupefacientes, la droga que lo arruina todo. Y ayer como hoy, Scorsese sigue sin perfilar un personaje femenino con alguna densidad dramática. No se le recuerda a Scorsese ni una sola protagonista relevante. Al contrario, como el Ferrari blanco que revienta "el lobo", su mirada a la mujer se reduce a exaltar la belleza del brillo y la rotundidad del arabesco.

Pero todo lo demás resulta vibrante e inmenso, una lección magistral de recursos cinematográficos. De Ciudadano Kane a Jerry Lewis, de Johnny To a Uno de los nuestros. Todo y de todo hay en esta obra de lobos descerebrados, sexoadictos sin emociones intelectuales, mafiosos sin pistola pero sociópatas sanguinarios. Se diría que Scorsese, que empezó hablando de mafiosos de barrio, ha encontrado el verdadero Mefistófeles del siglo XXI: la ambición. La pulsión de muerte dibujada a golpe de rayas, rebosante de sexo, ritmo y exceso.