Dirección y guión: Ethan Coen y Joel Coen. Intérpretes: Oscar Isaac, Carey Mulligan, Justin Timberlake, F. Murray Abraham, Garrett Hedlund, John Goodman y Max Casella. Nacionalidad: EEUU. 2013. Duración: 105 minutos.
Prácticamente A propósito de Llewyn Davis se abre y se cierra con la misma secuencia. En el principio y en el final de este filme, que mereció el Gran Premio del Jurado en Cannes 2013, los Coen convocan y/o reciclan el mismo episodio. Se trata de un recurso ya utilizado por el cine clásico que provoca en curioso efecto. Siendo/viendo lo mismo, su lectura nos conduce a conclusiones diferentes porque entre la primera vez y su repetición, en cuanto espectadores, se nos ha iniciado en las entrañas del relato. En algún modo, tenemos más elementos de juicio. Y en consecuencia, creemos conocer más el sentido de sus hechos. Se trata de un espejismo paradójico porque lo único que sabemos con certeza es que no podemos/debemos juzgar las cosas por sus apariencias.
Esta llamada a la consciencia, en donde la tragedia y el humor se abrazan hasta hacerse daño, bombea la savia de la mayor parte del cine de los hermanos Coen. Cineastas de la posmodernidad, los Coen, junto con autores como Jim Jarmusch, Tim Burton, Spike Lee y compañía, asumieron hace ya treinta años el relevo generacional de los Allen, Scorsese, Ferrara y De Palma. En su caso, cuando hacen comedia, los Coen se acercan a Woody Allen, con quien comparten las huellas de la cultura judío-americana. Cuando se adentran en el thriller, acuden al Brian de Palma, al que extremaba el manierismo del Hitchcock de las tramas más estrambóticas.
En este caso, los Coen escogen un lugar imposible entre el drama y la caricatura. Para ello se ubican en un tiempo y un lugar de especial relevancia para su biografía. Nacidos en la segunda mitad de los años 50 y ciudadanos de Nueva York desde hace décadas, su filme transcurre en el Greenwich Village neoyorquino. Estamos en 1961, en la noche en la que en un lúgubre pero carismático local de conciertos country, un Bob Dylan de veinte años empezaba. Los datos históricos cuentan que en ese tiempo, una reseña de Robert Shelton en The New York Times, con motivo de un concierto de Dylan en el Gerde's Folk City, dio comienzo a la leyenda. Es ese instante, donde los Coen proponen un encuentro imaginario; un cruce sin contacto.
Hace unos años, Tim Burton propuso un diálogo improbable entre Ed Wood y Orson Welles. En un local, desahuciados por el mercado, el peor director de la Historia le decía a uno de los más grandes, "a los genios, el mundo no nos entiende". Esa delgada línea entre delirio y lucidez representa uno de los grandes enigmas: el éxito de la creación artística. Un misterio que los Coen también escrutan aquí pero invirtiendo la reflexión de Burton: el talento no es la clave única.
Ese día en el que la estrella de Dylan comenzó a brillar, es la noche en la que su protagonista, Llewyn Davis, pone fin a su carrera. Los Coen prefieren contar la historia del perdedor. Un perdedor de bella voz y de canciones estremecedoras. Dos veces se repite uno de sus temas en el que no lamenta ser colgado sino que su cadáver permanezca demasiado tiempo en la tierra. Drama sobre drama recibido con actitud estoica; con gesto ensimismado, con hieratismo de prisionero sin condena. Cien por cien puro Coen. Con banda musical vibrante, con puesta en escena magistral y con una sucesión de personajes impagables; estamos ante lo mejor de los Coen desde Fargo a El Gran Lebowsky. Cine grande sobre la insalvable brecha de ver cómo los sueños y las utopías casi siempre naufragan.