eL modelo europeo de televisión, heredero en gran parte del norteamericano forjado tras la Segunda Guerra Mundial se basa en la presencia, estilo y maneras de un presentador/a con ángel, duende y telegenia ante las cámaras que sirva como imán atractivo y anzuelo enganchador de audiencias millonarias. No todos los programas requieren la existencia de un presentador guay, Gran Wyoming, o una poderosa figura, Marilú Montero, para armar un programa que funcione en televidentes, cubra costes de producción y deje unos eurillos para los accionistas de la cadena. Ahí tenemos al escuchimizado Jordi Hurtado, impertérrito en su cita de cifras y letras. Cierto que tenemos en la larga nómina de los presentadores hispanos, mogollón de bellos y bellas que van rotando por las emisoras, ofreciendo su catálogo de ingenio y posibilidades para conducir un programa. El recién aparecido Buenafuente, Jordi Évole, Ana Pastor, el asentado jefe de El hormiguero, el entrañable Karlos, y qué decir de las reinonas de la mañana Griso, Quintana o Campos en el fin de semana. Estos personajes son el hilo conductor de programas de dos o más horas, que cubren con soltura y gracejo cualquier imponderable que surja en el directo, aunque algunos de ellos son purita grabación y tiene la seguridad de la posterior edición. Son estrellas del espectáculo mediático televisual que los encumbra, paga divinamente y tienen una resonancia social impresionante. Se meten en nuestras vidas y hurgamos en las suyas en un ejercicio de reciprocidad que en ocasiones causa víctimas. La devoradora televisión cría estos hijos indispensables para que el negocio funcione. La imagen mítica de Saturno devorando a sus hijos que pintara el genial sordo recoge el riesgo de ser famoso gracias a la televisión.
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