Hace menos de un año que conocí a Bigas Luna. Hasta entonces, lo único que sabía de él era que sus películas contenían una fuerte carga erótica. Al enterarme de su fallecimiento, he tenido la sensación de haber perdido a alguien muy próximo, a un ser querido.

Coincidimos en Getxo, en la pasada edición de ese festival de cine y gastronomía que se llama Cinegourland, que organiza cada año el infatigable Pepe Barrena. Y desde el principio me di cuenta de que Bigas, el director cuyo nombre (José Juan) nadie decía, era un hombre encantador, que ganaba muchísimo con la proximidad. De una humanidad desbordante, sabía ejercer, cuando tocaba, de bon vivant.

Fueron dos o tres días, unos cuantos ratos de conversación. Era un placer hablar con él. Culto, interesado en un montón de cosas, buen conversador, con un magnífico sentido del humor. Hablamos de gastronomía, claro, que en eso estábamos; pero también de otras muchas cosas. De ópera, por ejemplo. Y, naturalmente, de su querida granja ecológica, de las gallinas felices... Inolvidables veladas junto al mar. Cómo no, quedamos en volver a vernos. Como tantas veces, no fue así, y lo siento.

Erotismo aparte, hay alusiones gastronómicas en el cine de Bigas Luna. Para empezar, en títulos como Jamón jamón (1992, con Bardem y Pé) o Huevos de oro (1993, también con Bardem), seguramente puestos por esas gallinas que vivían en libertad vigilada buscándose un poco la vida por su cuenta y dando a sus huevos un toque diferente.

Yo, hasta entonces, asociaba a Bigas Luna, en ese terreno, a un producto muy concreto: las anguilas. Fue curioso. Poco después del estreno de La Bambola (1996) hube de viajar al delta del Po, y conocí, entre otras localidades, la de Comacchio, con sus canales y... sus anguilas. Las anguilas de Comacchio eran tan protagonistas de la película como Valeria Marini, y no se les daba únicamente un uso gastronómico.

la "serpiente de mar" La anguila es uno de esos pescados que yo catalogo como "serpiente de mar", junto a la lamprea, la morena y el congrio. Es un animal extraño: nace en el mar, concretamente en el de los Sargazos, y emprende un largo viaje hacia el río del que salió su madre. Cuando llega a la desembocadura lo hace en forma de angula. Las que evitan ser pescadas remontan ríos y regatos, incluso prados húmedos, hasta llegar a su hábitat, en el que estarán hasta que sientan la llamada de Eros y regresen a su mar natal... y final.

En algunos lugares son muy apreciadas; en otros, mejor ni mencionarlas. Tienen justa fama de escurridizas. A mí me gustan, sin llegar a provocarme entusiasmo. Las he comido en sushis al estilo de Osaka, compactos, con un sabor muy pronunciado; más querencia les tengo a las anguilas ahumadas de los holandeses, un magnífico aperitivo. Las disfruté no pocas veces en Galicia, donde el río Lor se une al Sil, en Quiroga (Lugo), donde se comen las pequeñas, fritas, con la piel crujiente y el interior tierno. Saben a río. He tenido no pocas ocasiones de comer anguilas por Valencia. Por supuesto, en el tradicional all i pebre, que tantas veces ha servido de introducción a una paella comunitaria. Y alguna vez pude probar un plato enormemente barroco que se llama espardenyà, en el que conviven anguila, pollo, quizás conejo, huevos escalfados... El nombre significaría algo así como "alpargatazo", golpe dado con una alpargata (espardenya en catalán y valenciano; no confundir con la espardenya, sin tilde, comestible, ese equinodermo que tanto aprecian los catalanes... y los malayos). Pero estábamos con Bigas Luna, así que iremos a buscar una receta de anguilas a Comacchio, ciudad de la que, por cierto, el cineasta barcelonés fue proclamado hijo honorífico.

la receta en comacchio Para preparar unas anguilas a la parrilla al estilo de Comacchio hay que elegirlas gruesas -unos 800 gramos, quizá algo más- y pescadas en otoño al bajar el río. No se pelan. Se limpian bien, eso sí, y se les da un corte en el dorso, desde la cabeza a la cola; si se quiere, se le puede extraer totalmente la espina. Se sala y se coloca sobre la parrilla, muy caliente, para una cocción lenta. La mejor leña es la de pino, a la distancia justa del fuego y protegida por su propia ceniza para evitar que la inevitable caída de la grasa de la anguila provoque llamaradas. Se hace primero por la parte abierta de 10 a 15 minutos, y 15 ó 20 más por la parte de la piel.

Se puede aromatizar, hacia el final de la cocción, poniendo en el fuego unas cuantas hojas de laurel; también se puede espolvorear, justo antes de servir, con un aire de pimienta recién molida. Y, al comerlas, no faltan los partidarios de degustar su piel, agradablemente crujiente. Me imagino que Bigas las disfrutaría más de una vez allá donde el Po cae al Adriático. Lo que todavía no me creo es que no vuelva a verlo, a charlar con él. Se ha ido demasiado pronto.