dicen las estadísticas que es la 'e' la letra más repetida. Lo dicen las estadísticas, pero aún más claramente el silencioso paso del tiempo en los teclados. Desde hace tres años, además, si se habla o escribe sobre performance peninsular, el estudio se confirma. Porque Esther Ferrer -cuatro es, otras cuatro erres- es el nombre más repetido... En el primer movimiento de los cuatro que sinfonizan el repaso a la artista en la nueva muestra de Artium, lo que se repite es su rostro, dividido siempre en dos posos temporales. Como una vida que se mueve entre pasado y futuro. Como cualquier número primo, que juega eternamente a la disidencia.
Ferrer es también indivisible. No hay binomio entre actriz -aunque Rosa Olivares tenga un divertido lapsus- y persona, entre artista y personaje, entre ser y creador. Es como cuando habla de la que todo el mundo asume como su principal vertiente artística, donde su antónimo es la teatralidad. "En la performance, no soy más que yo".
Un yo único. Pero un sujeto con múltiples predicados, por continuar jugando con letras y números. Y es que se acaba empatizando con el carácter lúdico -visual y conceptual- de la muestra. Y se agradece, también, que eso sea precisamente a lo que se dedica Esther Ferrer. A jugar. Huyendo de la rueda de deconstrucciones con las que muchos -¿no hay un hartazgo de esas muestras pobladas de incomprensibles palés de obra?- han puesto en bucle al arte contemporáneo, encriptando una clave imposible de descifrar sin media docena de charlas, otros tantos informes y un master en resolución de mensajes.
Los juegos de Esther Ferrer simplemente se juegan. Desvelan que no ha perdido su raíz esencial y que se niega a dejarse llevar por la corriente de la performance, mostrando su particular voluntad de que "no se convierta nunca en un género, como la pintura religiosa o la escultura". Una performance en la que ella ejerció como uno de los principales manantiales y en la que, en lugar de enrevesar las reglas, ha preferido buscar nuevos terrenos de juego. ¿Por qué ser endogámico cuando se puede ser libre? ¿Por qué caer en los códigos de lo incodificable si lo que más le ha satisfecho siempre a Esther Ferrer "es que la gente piense ¿esto cómo se come?".
Lo de este En cuatro movimientos se come así, en dos pares de bocados que podrían haber sido estos u otros, porque, como apunta la comisaria de la muestra, Rosa Olivares, "lo único de lo que se trata es de fragmentar un todo que es único", y de tratar de mover el foco de la polaridad, demostrando que Esther Ferrer ha sido y es bastante más que una performer. Una creadora, al fin y al cabo, en todo lo que le sirve para expresar y, de nuevo, jugar.
Un juego que ha vuelto a contar con la atención de ese foco -el mediático- desde el año 2008, recuperando el interés por una artista que "había sido olvidada, ignorada", recuerda Olivares, cuya labor ha ido encaminada a huir de cualquier sugerencia de sello retrospectivo -"que supone de una manera inconsciente un punto final"- y a apostar, sin embargo, por "que se hiciera luz sobre esas otras facetas de su trabajo" a través de una brújula temática que apunta como coordenadas "tiempo, infinito, repetición y presencia", argumentados a través de objetos, instalaciones y documentadas performances.
Tiempo como los más de cuarenta años de trabajo de la artista, que han generado con su incesante creatividad "una obra polimórfica, diversa y variada; es decir, libre". Tiempo como el que se (a)sienta en un hilo o como el de la serie de fotografías, con dos perfiles anuales, que surge de la nada y se pierde de nuevo en su niebla, remitiendo a la densidad de la escena clave de la película De dioses y hombres. Pero esto es sólo un apunte personal.
Un apunte como los que acompañan los cuatro ejes temáticos, descubriendo los bocetos de trabajo con los que Ferrer imagina sus piezas, una presencia anexa que refleja sus siempre activos modos de elaboración, con el papel como cómplice. Un cómplice infinito, como la segunda llave que acerca a la artista, compuesta por dos dientes. Por un lado, El muro de los inmortales, una instalación con dos puertas que dará mucho -todo, de alguna manera- que pensar al visitante. Tanto como su trabajo sobre esos indivisibles números primos, que se combinan cromáticamente -a la manera de un Paul Klee binario- para negarse a la soledad y convertirse en esos primos gemelos con los que jugaba al símil más emocional la novela de Paolo Giordano.
Juego, de nuevo, que se plantea en el tercer movimiento en una repetición que -caras, números...- se dispone a través de una documentada performance. Su despliegue toma una estancia que demuestra, ilustra Olivares, aquella sentencia de Heráclito: "en el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos (los mismos)". Cuatro letras establecen, sobre el campo de juego, "la posibilidad de recorrer un cuadrado de infinitas maneras posibles, tanto en los dibujos de la pared como en la instalación con hilos, que ocupa el espacio con ligereza y elegancia extraordinarias".
Cuarto movimiento, la presencia, abierta con la instalación que Ferrer mostró en la Bienal de Venecia -"un punto de atracción para los que coleccionan eventos históricos y hechos individuales", apunta Olivares- y continuada con su particular reflexión sobre El marco del arte, en la que Ferrer cuestiona el medio, se ríe de él y le da la vuelta, fijando su mirada en el elemento que se encarga de fijarlo en el espacio, de nuevo con huellas objetuales de una de sus performance. "Es una ironía, un chiste, una inocencia, porque en el fondo la obra de Esther Ferrer, que trabaja siempre en conceptos abstractos trascendentales, la formulación que hace es muy inocente, muy de andar por casa".
Un marco expositivo, estos cuatro movimientos, para una artista muy lejos de ser enmarcable y que, como ella misma recuerda, "podría contar con los dedos de las manos las veces que he trabajado con la institución". No es lo mismo moverse hoy en día entre las claves de la performance que hacerlo hace unas décadas, como con sus primeras acciones o su trabajo con Zaj. "Lo que antes sorprendía ahora no sorprende", asegura, siempre ajena al maniatado de lo convencional, que puede llegar en la actualidad desde la dependencia de la institución. Un problema que se acentúa en quienes necesitan de producciones costosas. "Esto me da a mí una libertad, porque yo puedo hacer las performance en cualquier sitio, aquí, en el pasillo o en la calle, y de cualquier manera, no soy más que yo". Ni más ni menos, como su sencilla propuesta formal. Ni (in)divisible, cual número primo. Ni multiplicada, como una Esther Ferrer en la que el entorno -ahora toca- se ha fijado de nuevo. A ella, afirma Olivares, esto le importa poco. Vivió sin ese foco y puede hacerlo con él. Lo único que quiere es hacer lo que le da la gana. "Cuando me dejan", acota. Y no es un marco. O, si lo es, pronto deja de ponerle límites.