Vitoria. Ni el musical, ni la manipulación, ni la comedia. La cartomagia se llevó la última mano de Magialdia. El ilusionista estadounidense Armando Lucero, con trucos de cerca y cambios de naipes, se hizo con el primer premio del festival vitoriano. 10.000 euros sin apostar más que su talento.

En Virgen Blanca, Raley, que como los cuatro finalistas se subió a un escaparate, pone aperitivo a media tarde para la gran cita. No hay un sólo vitoriano que no conozca al dedillo la baraja francesa. En la pantalla gigante de la Plaza Nueva, el montaje de los chicos de Sonora Estudios resume un Magialdia que toca a su fin. Anuncian a un niño perdido sobre el escenario. Quizás se metió en la caja que no debía. ¿Dónde acabaría la paloma?

Tras breve introducción, Murphy, que presenta y actúa a la par, presenta al primer finalista. "Como diría un dermatólogo, vamos al grano". Desde Rusia, Kristy se viste de metáfora comunista con el leit motiv de Cabaret. Sombreros voladores e inusitados cambios de vestuario son su particular homenaje a Liza Minnelli.

Murphy, que también lució escaparate, vuelve a escena. Entre plato y plato, sirve entremeses -a la manera teatral- más que suculentos. Sillas que desaparecen, recuerdos que flotan, naipes que se iluminan. Ane y Uxue ya no volverán a ver la magia de la misma manera, invitadas de lujo a la escena.

In crescendo, mientras cae el sol, el público se anima, las palmas se calientan. Kenji Minemura les arranca unos cuantos golpes con una coreografía donde los objetos se suceden sobre sus manos, a ritmo de piano. Acaba con garras de cucharas. No es el adamantium de Lobezno, pero no está nada mal.

Murphy avisa. Es hora de comedia. Sonny Hayes sufre las bromas de Galina, que tras llenar de magia espiritual la gala de escena se vuelve clown del gorgorito junto al mago británico. La parodia surte efecto y el público, en torno al medio millar, disfruta con una pieza que gira del slapstick hasta la broma más primigenia.

La noche se ha echado. Buen momento para sacar la mesa y el tapete. Para calentar, Armando Lucero teletransporta la baraja entre sus manos. Mucho silencio, señal de público concentrado. La gran pantalla de la plaza pide su turno para las últimas manos, éstas sí, de Magialdia, y Lucero demuestra la razón de su apellido iluminando el momento.

Cartas y monedas. Esos son sus aliados en el final de fiesta, con dos testigos anónimos a unos centímetros y cientos de pupilas clavadas en las infinitas pulgadas. Sobre el lienzo verde, el níquel se transporta a su antojo. Y parece acuñar ya una extraña premonición.

José Ángel Suárez, uno de los miembros de la organización, emerge ya en el escenario, con un secreto a voces. Joanie Spina, Roberto Giobbi y Pepa Fernández le han acompañado en un veredicto, dice, que ha resultado difícil.

Armando Lucero acude a su llamada, y el níquel se convierte en los 10.000 euros del primer premio Magialdia. Lo intenta con el castellano, pero no se defiende tan bien como en el silencio de sus manos. Aplausos para todos en el fin de fiesta del festival. Cada uno vuelve a su casa, tratando de inventar un truco para esquivar la rutina del lunes. En el escaparate de la tienda Ana Moraza, el cristal brilla orgulloso.