Quienes nos dedicamos a la crítica o el comentario sobre asuntos gastronómicos solemos toparnos con personas, a veces viejos amigos, pero la mayor parte de ellas, alguien a quien acabamos de conocer, que podemos dividir en dos grandes grupos: el de quienes nos piden consejo, y el de quienes nos lo dan.

En el primer caso se nos plantea un asunto mucho más arduo de lo que puede parecer a simple vista. No es fácil recomendar un restaurante a alguien sobre cuyos gustos no tenemos apenas datos: el riesgo de quedar mal es muy elevado. Hay que tener en cuenta una serie de factores que casi siempre desconocemos, desde las filias y las fobias que en este terreno tenga nuestro interlocutor, a la medida en que esté dispuesto a gastarse los cuartos. Pero de esto ya hablaremos otro día.

En el otro caso, muy frecuente, uno no sabe casi nunca a qué carta quedarse. Es verdad que el "boca-oído", dejaremos el "boca a boca" para casos de reanimación urgente o situaciones muy íntimas, es un buen sistema de información... siempre que la "boca" hable con conocimiento de causa y el "oído" disponga de todo un contrastado sistema de filtros que ayuden a reducir a proporciones creíbles los entusiasmos de estos se supone que desinteresados informadores.

En estos tiempos de crisis, muchas de las recomendaciones recibidas hacen hincapié, sobre todo, en el precio. Es, qué duda cabe, un factor que hay que tener muy en cuenta... a igualdad de condiciones. Quiero decir que últimamente han sido muchos quienes me han elogiado vivamente establecimientos de hostelería utilizando, como argumento principal, el hecho de que tienen un menú del día de ocho o nueve euros. Como pueden ustedes imaginar, no tengo absolutamente nada en contra de estos establecimientos, que sin duda son muy recomendables en caso de que uno, por horarios de trabajo o distancia a su domicilio, se vea obligado a comer fuera casi un día sí y otro también. Otra cosa, claro está, es salir "a comer fuera", con el componente festivo o de celebración que el concepto solía encerrar.

Los partidarios de los restaurantes económicos, que los hay ciertamente notables, suelen despotricar contra los precios de los establecimientos de gama superior, y suelen apelar a lo que les cuesta a ellos hacer la compra en el mercado o en el híper.

Argumento falaz: en un restaurante, al precio de la materia prima hay que sumar un montón de conceptos, personal, impuestos, gastos propios de cualquier local, desde la luz hasta el gas, y, muy importante, ese valor añadido que es el trabajo del que prepara la comida. Me imagino que quienes critican esto no estarían dispuestos a trabajar gratis, de modo que deberían entender que el trabajo ajeno ha de ser remunerado. Una vez, Juan Mari Arzak respondió a un cliente que se quejaba del precio de unas sardinas que "las sardinas te las regalo; lo que te cobro es mi trabajo". Y así es, y así debe ser.

Después le cuentan a uno las maravillas que han comido en el lugar recomendado. Y uno se queda atónito, porque le están hablando de platos que son normales en la mesa familiar. Y uno no sale a comer fuera para comer lo mismo que en casa. Hace algunos años, el añorado Andrés Aberasturi comentaba en un programa de la no menos añorada Beatriz Pécquer, en aquella excelente RNE, que "a un restaurante se va a comer cosas raras". Sustituyan "raras" por "no habituales en casa" y acertarán. Y es verdad. Porque cuando alguien me elogia los huevos fritos de Casa Fulano, yo pienso que, para huevos fritos, los de la mía... si consigo huevos de calidad, frescos y camperos, de aldea. En seguida te sacan a relucir los huevos de Lucio; no me vale. Los huevos "rotos" de Lucio no ofrecen como guarnición unas simples patatas fritas, sino la posibilidad de compartir comedor con gente de la que sale en las revistas, ésa de la que tanto le gusta luego al ciudadano desconocido -no anónimo: todo el mundo tiene nombre y apellidos-, comentar "oye, pues no era para tanto". Y eso tiene precio, claro que sí.

Que a la gente le gusta más comer que hacer experimentos, sobre todo si se ven desde el lugar del cobaya, es algo que tengo muy claro. Que una buena relación calidad precio es muy importante, a pesar de que se ha abusado de esta expresión hasta casi vaciarla de contenido, también. Pero que el elogio de un restaurante se base en factores como el precio, considerado no como valor relativo, sino absoluto; la cantidad de comida que le ponen a uno en el plato, como si en casa pasase hambre, y lo bien que fríen los huevos o aliñan la lechuga... bueno, no son datos que me despierten la ilusión ni, mucho menos, el apetito.

Y, encima, quienes me recomiendan ese tipo de locales me dejan descolocadísimo cuando, sin casi solución de continuidad, me piden que les recomiende yo un restaurante. Por el amor de Dios, ¿dónde quieren que les mande? ¿Al Bulli? ¿A Zalacain?

Está claro que estas personas, no dudo que bienintencionadas, y yo tenemos conceptos muy distintos de lo que es un buen restaurante.