Ya se sabe que "por San Juan, la sardina pringa el pan". Nunca hemos disimulado nuestro amor por las sardinas asadas por cualquier procedimiento, incluyendo, naturalmente, los espetos granadinos o malagueños. La cosa prometía y valió la pena. Comimos sardinas casi hasta hartarnos, en el hipotético caso de que uno pueda hartarse de sardinas, espetadas con ciencia en la playa, en el restaurante La Sardina, cuya buena cocina escoltó al plato protagonista.

Hacía pocos días que la autoridad a la que se supone competente había derogado un ucase por el que quedaban prohibidos los espetos en las playas granadinas: se impuso el sentido común, creo. Entiendo que haya gente a la que le moleste que le asen sardinas bajo la ventana de su apartamento de la playa, cómo no lo voy a entender; pero no creo que esa molestia justifique la prohibición de una actividad tradicional que, sin duda, tiene muchos más partidarios que adversarios.

Otra cosa es el problema planteado por la propia existencia de los chiringuitos playeros, asunto en el que no entraremos, aun reconociendo que no siempre es justificable la utilización por un particular de una parcela de suelo público; pero aquí también chocamos con la tradición y con el hecho de que a la gente le gustan las playas de dos maneras: o vírgenes, cosa cada vez más escasa, o con chiringuitos donde comer y beber.

Los espetos, como sin duda saben ustedes, son unas medias cañas en las que se ensartan las sardinas, pasando la caña junto a la espina y clavando los espetos en la arena, a barlovento de las brasas; a barlovento, porque si se colocasen a sotavento las sardinas no sólo se asarían, sino que se ahumarían, que es una cosa que conviene evitar. Hay que tener mano para colocar bien los espetos y para darles la vuelta; si todo se hace bien, y la materia prima es buena, el resultado es delicioso y uno no se conforma con las siete u ocho sardinas de cada espeto: repite. Luego todo le sabrá a sardinas, pero a eso ha venido.

La materia prima, la sardina del sur, es la misma especie que la del norte, pero son distintas. Las sureñas se me antojaron más pequeñas que las gallegas o cantábricas y, desde luego, bastante menos grasas, lo que hace que haya que extremar las precauciones para que no se queden demasiado secas al asarlas. Como ocurre en todos estos casos de conflicto entre géneros de una u otra procedencia, hay incondicionales del producto mediterráneo y hay quienes proclaman la superioridad de la sardina cantábrica.

Ciertamente, el uso de los espetos en lugar de las parrillas o la brasa directa facilita que las sardinas así tratadas no pierdan totalmente su jugosidad, que sería un desastre; las del norte tienen grasa para aguantar más el calor directo.

Yo, desde luego, prefiero no tener que elegir entre unas sardinas malagueñas o granadinas y otras de Santurce o de Malpica: todas me merecen un respeto imponente y son dignas de mi más alta estima. De modo que me atengo rigurosamente a las circunstancias y me ciño al producto local, que es una cosa, además, que suele dar los mejores resultados. De modo que, cambiando el ejemplo, en Galicia comeré cigalas de Marín, en Huelva cigalas de Huelva y en la Costa Brava cigalas de Palamós, sin entrar en discusiones estériles e inútiles respecto a cuáles son mejores: para mí, las que tengo delante, y punto.

En fin, que hemos cumplido el rito de las sardinas sanjuaneras, en noches de luna llena, junto a un Mediterráneo en absoluta calma y bajo un cielo sin nubes. Les recomiendo que hagan ustedes lo propio en cualquier punto de la costa española: el de las sardinas asadas es uno de los sabores clásicos del verano, y, desde luego, su olor, el más persistente, que algún defecto tenían que tener las sardinas.

Ah: ustedes ya están en ello, pero déjenme terminar recordando que a las sardinas asadas no les sientan bien los cubiertos, y deben comerse a mano, aunque se ponga uno perdido, y que, en mi modesta opinión, su compañía perfecta es un vino blanco fresquito. Estos días fue un magnífico albariño, el Pazo de Señorans, que iba de miedo con las sardinas, pero no es el único. Las sardinas asadas, con vino blanco, no con cerveza, aunque en estos asuntos es más saludable proclamar cuantos menos dogmas, mejor.