Pasan los fastos gastronómicos navideños y posnavideños y, como primera consecuencia, la paz vuelve al gallinero, que llevaba dos o tres semanas alborotado; y es que, con permiso de corderos, cochinillos, angulas, langostinos y besugos, las reinas de las mesas en estas fechas son las aves de corral... que, mucho antes de que se pusiese de moda el término, eran ya protagonistas de una auténtica globalización.
Así es: llevamos medio milenio consumiendo aves de corral originarias de cuatro continentes. Las gallinas, con toda su corte de pollos, gallos, pulardas y capones, son nativas de Asia, concretamente de Bengala; los pavos, americanos, traídos a Europa desde la Nueva España; los faisanes proceden de la antigua Cólquida, una de las dos regiones -la otra era Iberia- en que los griegos dividían Georgia, ese país esdrújulo -por caucásico y por ex soviético- de los confines sudorientales de Europa, a cuya capital siempre habíamos llamado, en español, Tiflis, hasta que se puso de moda escribirla Tbilisi; y las aves menos frecuentes, las pintadas, tienen su cuna en África.
Faraona, llaman a la pintada los italianos; Guinea fowl, los ingleses; gallina de Guinea, nosotros. Los griegos la conocieron, al igual que los romanos, y la apreciaron. La verdad es que los griegos tuvieron, en la Europa mediterránea, las primicias de la gallina, del faisán y de la pintada; la del pavo correspondió a los españoles. Las pintadas aparecen en una obra, hoy perdida, de Sófocles: se trataría de las hermanas de Meleagro, príncipe de Calidón, de azarosa vida y trágica muerte, que lloraron su pérdida de un modo tan desconsolado que Artemisa se apiadó de ellas y las convirtió en unas aves enlutadas, de plumaje gris oscuro, que acabó pintándose con manchas blancas: las lágrimas que, inconsolables, seguían aún derramando las hermanas de Meleagro.
Los romanos las domesticaron y criaron; pero, cualquiera sabe por qué, las razas domésticas desaparecieron con el imperio de Occidente, y no fue hasta el siglo XV cuando los portugueses las reencontraron en la Guinea, cuando volvieron a Europa. Durante mucho tiempo se las consideró aves ornamentales; pero, siguiendo el camino iniciado por los romanos con las gallinas, acabaron como adorno de la mesa más que del jardín.
Desaparecidas de Europa, las descripciones que de ellas quedaron hicieron que muchos pensasen que se trataba del pavo común; pero si la pintada no regresó a Europa hasta el siglo XV, el pavo común no hizo su aparición en el Viejo Continente hasta principios del siguiente. Eran pintadas, y no pavos, las aves en las que Artemisa convirtió a las meleágrdas. El nombre científico de la pintada hace honor tanto a su origen geográfico como al mitológico: Linneo la llamó Numidia meleagris. Ya hemos visto por qué lo de meleagris; en cuanto a Numidia, viene de que era ése el nombre que los romanos daban a un territorio norteafricano de límites bastante imprecisos, cuyos reyes a veces fueron sus aliados pero que, generalmente, incordiaron lo suyo a Roma.
Bien, a mí me gusta mucho la pintada. Nunca olvidaré una que saboreé en Ferrara (Italia) con trufa blanca, una memorable faraona ai tartufi bianchi regada con un espléndido Brunello di Montalcino.
No he probado la muy antigua faraona alla creta, receta que consiste en envolver el ave, con plumas y todo, en arcilla y colocarlo en un hueco lleno de piedras calientes, con las que también se cubre; cocida la arcilla, se rompía la costra y aparecía el ave asada y limpia, pues las plumas se adherían a la arcilla. Parece que se hace aún a veces, pero usando un horno convencional.
En casa procedimos de un modo menos rústico. Hechos con una hermosa pintada, la limpiamos por fuera y por dentro. Rallamos la piel de una naranja, teniendo la precaución de que no estuviese, como suele ocurrir, encerada, e hicimos lo propio con un trocito de raíz fresca de jengibre. Untamos el interior del ave con estas ralladuras y lo salamos, añadiendo una bolita de su propia grasa. La salpimentamos por fuera, y albardamos sus pechugas, para que no se tostasen demasiado, con unas lonchas de tocino entreverado. La bridamos con hilo de cocina para mantener su forma, la rociamos con un hilo de aceite de oliva y la instalamos, procurando que no estuviese demasiado holgada, en una fuente de horno. Tres cuartos de hora, aproximadamente, en horno previamente caliente (200 grados) bastaron. Cuando los jugos empezaron a tostarse, añadimos un chorrito de champaña; podría haber sido cava, o vino blanco tranquilo. A falta de diez minutos, retiramos las lonchas de tocino para colorear las pechugas. Una vez el ave fuera de la fuente, retiramos la grasa sobrante y flotante, colamos el resto de la salsa y le dimos brillo con un trocito de mantequilla. Llevamos a la mesa la pintada con la salsa en salsera... e hizo los honores un magnífico Barón de Chirel (Rioja) del 2004. Un festín. Y es que una faraona mimada como lo hicimos en nuestra casa el otro día es algo que... bueno, que ríanse ustedes de Cleopatra y hasta de Nefertiti, dónde va a parar.