Tiempos hubo en la franquista España en los que era necesario poseer carné de prensa para poder trabajar. Sigue abierto el debate, pero con intensidad menor, sobre la esencia de la profesión periodística y los requisitos para ejercerla; la obligación de estar asociado, pasar unos escalones académicos o administrativos se han enfrentado al espontáneo ejercicio de la comunicación que ha devaluado la condición universitaria del ser periodista. Todo el mundo adquiría casi la condición de periodista por el mero hecho de aparecer en el periódico contando algo. En mi pueblo, hasta el vendedor de periódicos era llamado, con sorna, periodista. Por ello, se hablaba de intrusismo ante la avalancha de firmas que llegaban sin el aval académico. Y así pasamos de una profesión con muchos filtros a un campo de Agramante donde cualquiera se convertía en corresponsal, comentarista, colaborador, firma habitual con un bagaje profesional ajeno al panorama de los medios. Hecho insólito sólo prodigable en el campo de la comunicación. Fueron los audiovisuales quienes propiciaron la plaga de comentaristas que poco dotados para la expresión oral y muy hábiles para el patadón se plantaron ante el micrófono como catedráticos de la docta Salamanca. Inició la saga el inefable Robinson, capaz de pegar más patadas a la gramática que a un defensa en el Sadar. Los deportistas pasados a la reserva de la actividad profesional son cantera para voces de luxe en programas de radio y televisión. Y ocurre lo que pasa, que poco dotados para la reflexión y menos para la expresión, hay que aguantarlos como si fueran analistas internacionales comentando un simple y elemental partido de fútbol convertido por arte de estos intrusos en un problema de estrategia que para sí lo quiera el ingenio de la guerra Von Clausewitz. Cosas de la información/espectáculo. Son los nuevos comunicadores de la contemporaneidad.
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