Que las humanidades y la filosofía hayan ido desapareciendo de los programas escolares tiene sus efectos colaterales. El desalojo de esas materias implica algo más de subir al desván a Sócrates o a Aristóteles: significa olvidar cómo debemos razonar. Sin lógica, la discusión pública se vuelve ruido, la opinión reemplaza al argumento y la emoción, amplificada por los algoritmos, dicta sentencia. La incultura no solo empobrece el conocimiento; empobrece también la forma de pensar. Por eso debemos recordar qué es una falacia: un razonamiento con apariencia cabal cuyo desenlace no parte de sus premisas. No aporta pruebas reales; distrae o confunde. Sirve para ganar discusiones, pero no para encontrar la verdad.
Lo que se observa en torno al debate sobre Gaza es un claro ejemplo de ese deterioro del pensamiento. Ante la denuncia del sufrimiento civil, surge el desvío: “en otros lugares muere mucha más gente”. Es la falacia conocida como whataboutism, el “y tú más”, hablando en plata: cambiar de tema para esquivar la respuesta. No responde al fondo del asunto; solo cambia de tema.
Otros recurren al “hombre de paja”, desfigurando lo que dice el interlocutor para hacerlo más fácil de atacar. Es la trampa del “o esto o lo otro”: o estás con Israel o con Hamás. Pero señalar una masacre no equivale a justificar otra. También opera la falsa dicotomía, que reduce un conflicto humano y político a una elección binaria. Se puede —y se debe— condenar toda violencia contra civiles, venga de donde venga.
A veces, el argumento deriva hacia descrédito personal: “te dejas llevar por lo que dicen la tele”. Es otra falacia, el ad hominem circunstancial: invalidar lo que alguien afirma por su procedencia. No se discuten los hechos, sino el origen de quien los pone sobre la mesa. Y así, en lugar de debatir sobre derecho internacional, proporcionalidad o responsabilidades, se habla de “modas” o de “noticias virales”. Es la pista falsa.
Conviene señalar, además, quién recurre con más insistencia a este repertorio de falacias. En el debate público actual, buena parte de la derecha política y mediática lo ha convertido en bandera: relativizar comparando y ridiculizar al interlocutor. No es exclusivo de un bando, pero hoy, alrededor de Gaza y de las manifestaciones, ese modo de razonar se repite cansinamente desde ese flanco.
Lo preocupante no es solo la manipulación deliberada, sino la facilidad con la que se asume. Sin formación en pensamiento crítico, las falacias se confunden con argumentos y las consignas se toman por razonamientos. Es el “cuñadismo”. Aristóteles clasificó estas trampas hace siglos en sus Refutaciones sofísticas. Lo hizo para enseñar a pensar con rigor y detectar los engaños del lenguaje. Hoy, cuando los debates se libran en titulares o en mensajes de dos líneas, convendría volver a él. Recuperar la lógica podría devolver algo de cordura al modo en que se habla de ciertas cuestiones que afectan a toda la humanidad.