La gastronomía es hoy el arte por excelencia. Televisión, congresos, patrocinios. Sube su prestigio, pero crece también el ángulo ciego. Si la cocina aspira a ser arte, la pregunta es sencilla: ¿dónde está su compromiso?
La llamada cocina de autor, en su mayoría, ha convertido la exclusividad en método: pocas sillas, reservas imposibles, precios que asustan al ciudadano de a pie. Mucha creatividad; poco contrato social. El comedor es un templo; el plato es una reliquia a adorar. Igual que el buen cine o la literatura crítica revisan sus propias reglas, la alta cocina debería examinar las suyas.
Conviene recordar que la privación de comida es un arma de guerra. Sirve para quebrar cuerpos y someter comunidades; hoy, en lugares como Gaza, se comprueba con crudeza. Precisamente por eso, cocinar puede ser también un arma -pacífica-: sostenibilidad, redistribución de alimentos a escala global. Quien reclama para la cocina el estatus de arte ha de ser coherente: no basta con inventar formas nuevas. Hace falta aliarse con quienes producen, pagar tiempos dignos, reducir desperdicios y fijar precios como acceso y no como barrera. Ahí late una idea útil: una gastronomía entendida como arte social, con vocación pública y efectos en la vida cotidiana.
La cuestión no es si un bocado emociona. Es a quién sirve y qué pone en circulación además del asombro. ¿Cooperativas o proveedores de escaparate? ¿Comedores populares o cocina-espectáculo? ¿Formación y salarios o becas eternas? ¿Territorio o souvenir? La moda gastronómica no necesita más brillo, sino politizar su práctica: poner la infraestructura culinaria al servicio de la ciudadanía. Y hacerlo visible también en los espacios donde se legitima la cultura. En museos, centros y festivales abundan las degustaciones; escasean los dispositivos que funcionan como servicio público y resuelven necesidades concretas.
Hay alternativas. Una cocina que salga del escaparate de lujo, que entienda el fogón como logística, el mercado como ensayo ciudadano y el servicio como acto político. Menos ceremonia, más termos. Menos secreto, más método. Menos exclusividad, más mesa larga. La gastronomía puede ser arte social cuando asume que alimentar es una tarea colectiva y que su valor se mide en acceso, trabajo digno, huella material y memoria compartida.
Hoy a la tarde, en Gasteiz, se verá con claridad que lo gastronómico puede generar reflexión. Zas Kultur y el cocinero Rubén, de Cocina de guerrilla, presentan Taberna Las Pasiones. Comida, bebidas y resistencia en el Anglo: recorrido breve por el entorno de la antigua estación del Trenico y reparto de comida en mano mientras se camina por el barrio. Se activa la memoria de un bar discreto de resistencia antifranquista con gestos mínimos y la comida como lenguaje común. Sin alfombra roja: vecindad, cercanía y memoria.
Cocinar, sí; combatir el hambre y el olvido, también. Con la herramienta más antigua y más actual a la vez: una olla encendida al servicio de la comunidad.