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¿Para qué quieren autonomía?

Periclitando el verano y los veraneos me doy cuenta, y me alegra –por bueno–, que no se me acaben el ocio ni el tocarme a dos manos, al tiempo que veo a gente recogiendo maletas con caras de circunstancias y también creo que –por malo– me alegra. Me quedo algo más solo y retomo mis mayores dedicaciones en esta época vital: pensar para intentar saber quién puedo ser, y rememorar, que es lo único que tengo para saber quién soy.

Mientras veo al fondo unos maravillosos cielo azul y un Océano Atlántico verde, las meninges me llevan a la nostalgia de tiempos pretéritos, y ésta vez a una parte de mi relación con aita. Ese apartado de aquella relación comenzó a punto de terminar COU cuando aita me llamó a su despacho para decirme circunspecto que eligiera entre estudiar una carrera o que me compraran un piso en Antzuola al tiempo de buscarme un currelo en alguna fábrica. Mi contestación fue contundente, quería estudiar en la universidad y a Bilbo me fui a hacer lo que había elegido, dejando en el olvido aquella conversación.

Pero aita mantuvo muy presente aquel pacto al que llegamos, pues a los años, cuando llamé a casa para decir que había aprobado la última asignatura de la carrera, aita me dio la enhorabuena y me dijo que al día siguiente ama y él irían a Bilbo para comer conmigo. Alucinado me quedé pensando que aquello que había hecho debía ser muy grande pues jamás me habían invitado a comer.

Orgulloso fui a comer un menú del día en El Corte Inglés, momento en que aita me regaló un reloj digital Seiko, lo que me pareció un lujo, hasta que llegados a los macarrones me recordaron la conversación de hacía años. Entonces me preguntó si quería volver a Antzuola o tenía otros planes, respondiéndole que me quedaría en Bilbo, pues allí había más oportunidades. Aita, aunque misántropo, racional y lógico, concluyó el diálogo en el momento en que sacaban el lomo con patatas fritas, señalándome que a partir de ese momento y si quería ser autónomo, lo cual le parecía estupendo, acarreara yo con mis asuntos, que el acuerdo era o carrera o piso, que ya tenía los estudios terminados y que ellos necesitaban el dinero para los otros hijos que venían por detrás. Aquel lomo se me cruzó a la altura del esófago.

La conversación que, desde mi perspectiva, me condenaba a la pobreza más absoluta, concluyó a la hora de tomar el flan de postre con la reflexión de aita sobre que, en caso de querer ir a Antzuola, allá tenía mi habitación y una nevera con cosas.

No tuve que darle muchas vueltas a las razones por la que fuera ese recuerdo el que acudiera a mis neuronas, pues llevaba medio verano leyendo y escuchando el lío que se ha montado en España a causa de los incendios que, cada año, en más o menos superficie se producen desde inmemoriales tiempos. Y he de reconocer que, si al principio, aquellas discusiones me entretenían, terminaron por enfadarme y mucho. Y la razón fundamental es que he concluido que todos aquellos que en su día se sentaron con el Estado y, a preguntas de éste, se pidieron ser autónomos para gestionar la vida de los ciudadanos, realmente no se lo creían, terminando por pasarse el concepto de autonomía por el arco de su triunfo para ir convirtiendo las autonomías en recintos de poder político, de ruido contra el que manda en Madrid, sin asumir para nada que son responsables autónomos de la gestión de cantidad de materias, entre ellas la prevención y la lucha contra los incendios. Y no solo porque los españoles políticos discutían como macarras de barrios bajos mientras había gente que de verdad sufría y perdía cosechas y viviendas, sino por la incapacidad de la española clase política de entender qué es gobernar, qué es la democracia, que es tomar decisiones ni qué es asumir responsabilidades. Y la clave de todo estaba en no querer entender el concepto de autonomía por no haber tenido previamente, como yo, una seria conversación con su correspondiente aita.

Se ve que en su día tuvieron envidia de quienes nos creíamos de verdad lo de gestionarnos nuestros asuntos y terminaron, en su incapacidad, por crear estructuras de poder político con la exclusiva vocación de generar ruido y confusión contra el contrario, sobre todo si ese contrario gobierna el poder central.

Ese modelo de autonomía sin autonomía termina por llevarnos a expresiones como “el pueblo salva al pueblo”, proclamación populo-fascista que, a este paso, avanzará hacia que cada vez se pidan gestionar más competencias por técnicos neutrales y, eso sí, muy y mucho españoles, es decir, por militares y la UCO. Al tiempo.

En definitiva, lo de querer tener autonomía sin creérsela y, lo que es peor, sin querer aplicarla, es una frivolidad insana. Lo peor sería caer desde Euskadi en imitar tales modelos y, diría más, en no resistir al Estado y a algunos partidos que demasiadas veces nos empujan a ello intentando rescatar para Madrid la autonomía ya alcanzada.

Mi aita me ofreció ser autónomo y siempre me apoyó en la misión y, lo mismo que nunca hubiera aceptado que pretendiera ser autónomo y le pidiera un estipendio mensual, tampoco hubiera intentado limar mi autonomía salvo su generoso ofrecimiento de cama y nevera en caso de necesidad. Pienso que nunca agradecí a aita lo suficiente aquello a lo que me empujó, y pienso que, agradecidos a quienes lograron nuestro Estatuto, nosotros a lo nuestro, a ser cada vez más autónomos y menos dependientes. O, lo que es lo mismo, más independientes. l