El Gobierno Vasco aprobó el pasado martes la línea de avales público-privados para ayudar a las y los menores de 40 años a adquirir una vivienda en propiedad. Sonrío con melancolía al pensar que, hace unos decenios, incluso con tipos de interés rozando la usura (hasta el 18 %, lo juro) y una inestabilidad laboral rampante, la edad de referencia se antojaría un exceso. En mi generación, si no te habías ido de casa de ama y aita antes de los 25, eras un caso digno de estudio sociológico. Pero luego, aplicando la máxima del cangrejo, hemos avanzado retrocediendo y nos encontramos, por un cúmulo de motivaciones que van desde la precariedad real e incontestable hasta la querencia por la comodidad de muchos jóvenes, que prefieren una manutención segura a cargo de sus imperfectos progenitores antes que buscarse la vida a la intemperie, con una realidad contante y sonante en la que la emancipación real es un unicornio azul. En esta situación, la iniciativa del Gobierno vasco, unida a una diversidad de planes destinados a facilitar la independencia habitacional puestos en marcha en los últimos años, me parece que, sin ser la panacea universal, puede rendir muy buenos frutos. Y, desde luego, estoy seguro de que tendrá una excelente acogida entre los destinatarios. Con nivel de sorpresa cero, escucho, sin embargo, la acerada crítica de manual de EH Bildu, que echa pestes de que se promueva la compra en lugar del alquiler. En su habitual versión de trazo grueso, la coalición soberanista sostiene que las ayudas son para los bancos y no para los jóvenes. Por esa lógica, la subvención de los medicamentos es también una ayuda a las farmacéuticas. Sorprende, por lo demás, que, con el buen olfato de los de Otegi para tomar el pulso a la calle, no hayan captado que su rechazo a la propiedad privada tiene escaso eco entre la juventud. Todas las encuestas recogen que una de las mayores aspiraciones de los jóvenes es tener un piso propio.