Este viernes me enfrento de nuevo a un examen importante. Cuando eres adulta y decides volver a estudiar, piensas que la experiencia de haber pasado antes por ello te ayudará sin duda a superar con éxito cualquier prueba. Sin embargo, el ánimo de aventurarte de nuevo a aquel estudio que juraste hace años abandonar para siempre cuando te salía por las orejas (¿quién no lo hizo?), se ha chocado contra la realidad de tener que compaginarlo con tu vida: el tiempo que puedes dedicarle no es el mismo y tu cerebro, desde luego, tampoco. Aún así, a mí el estudio me mantiene viva y creo que me iré de este mundo sin haberme instruido en todo lo que tengo apuntado en mi lista.
El viernes encaro otra vez los nervios del examen, aderezados además por las impertinentes dudas que me llevan al abismo de preguntarme si realmente sé algo o es que no sé nada; eso mismo le pasaba a Sócrates, por buscarme un consuelo intelectual. Y es que, en esta etapa de mi vida, además de ser estudiante y adulta, lo cual ya es un trabajo en sí mismo, tengo que ser mi propia coach, porque en mis hijas no tengo foro. Inmersa en la práctica de la materia de la que tengo que demostrar mis conocimientos, a veces me puede la desolación y, si se me ocurre mostrar ante ellas mis dudas sobre el aprobado, su pragmatismo me aplasta cual apisonadora. Porque, cuando tú le preguntas a una adulta si cree que aprobarás, ésta, aún sin tener ni pajolera idea, te dirá que seguro que sí, que tienes que confiar en tí misma, que has trabajado duro y que tu esfuerzo tendrá resultados. Pero, cuando se lo preguntas a ellas, se encogen de hombros, porque la realidad es que no lo saben. Y te dejan para el arrastre con esa sinceridad suya que tanto les exigimos, que tan poco practicamos y que me hace preguntarme si mi madre tendría razón cuando defendía para ciertas ocasiones el gran valor de las mentiras piadosas.