Como todos los años, llegan los primeros calores a Vitoria y la ciudadanía se vuelve loca. Que si los sofocos, que si la tensión, que si el cambio de armario que no nos atrevemos a hacer porque sabemos que dentro de tres días podremos necesitar el plumas… Un sinvivir. Y si a eso le unimos las dudas sobre si enseñar cacha o no, teniendo en cuenta el tono transparente que nos gastamos después de todo el invierno a cubierto, pues estos problemas del primer mundo nos comen. Vengo yo sin embargo a este espacio a reivindicar la gracia y soltura con la que, traspasada la muga de cierta edad, estas cuitas te la traen al pairo en aras de tu propia comodidad. Observadora yo por naturaleza, me fijo en cómo señoras y señores sacan la bermuda y la sandalia con el gracejo con el que un buen pistolero desenfunda su revólver. Mientras el resto de las mortales tenemos levantar el canapé y rebuscar entre todas esas cajas que tan bien creíamos haber ordenado al acabar nuestro verano bipolar allá por diciembre, ellas parecen tener guardado un outfit ligero de emergencia en la mesilla, siempre listo para cuando el calor nos suelta su primera bofetada. Y, además, de la mano de esas prendas camina ufana la comodidad, en vez de la vergüenza de enseñar los lechosos pinreles o las níveas pantorrillas. Porque yo siempre me espero a conseguir algo de color antes de mostrar los caireles y me meto sola en un círculo vicioso de falta de tiempo y calor abrasador que acaba con mis pies igual de blancos y, encima, recocidos. Ahora entiendo a qué se refería Darwin con la selección natural. Porque las mayores disfrutan del frescor veraniego inicial con la piel al aire libre y su protección 50, mientras yo hago el ridículo sufriendo por el calor y con las sandalias llamándome a gritos desde el armario. Ellas se adaptan sin complejos a las calamidades centígradas y yo, directamente, soy una txotxola.
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