observo con cierta envidia a las jovenzuelas que parlotean sobre cómo organizan su vida en base a decenas de aplicaciones móviles que desconozco totalmente. Me admira esa capacidad suya para delegar en la tecnología varios aspectos relevantes de su vida, que también existen en la mía, con diferentes matices. No es ésta una costumbre que sólo practique la juventud, porque, a pesar de las estadísticas, yo no creo que la edad te aleje de las nuevas tecnologías y me consta que mi círculo de amistades también es aficionada a este universo de las apps. En algunas ocasiones, claro, igualmente caigo yo en sus brazos, porque ha llegado un momento en el que parece imposible operar sin ellas; que hoy en día alguien te atienda en un banco, por ejemplo, ya es ciencia-ficción.
Pero esa envidia que menciono no es tan poderosa como mi cabezonería navarra ni mi convicción de que es mi cerebro el que debe organizarse como ejercicio, aunque sea con la agenda y el boli de toda la vida. Tengo la teoría (para nada contrastada) de que, si entreno la sesera, su plasticidad se conservará en el tiempo y esquivará los futuros problemas de memoria, inocente que es una. Así que sigo siendo la de la libretita y el bolígrafo en el bolso. Y en casa seguimos siendo las que tienen un calendario en la cocina, con huecos para apuntar (por favor), en el que vamos anotando todo, desde los cumpleaños, pasando por reuniones, comidas familiares o citas médicas.
Hasta sigo apuntando en él el día en que me viene el período. Y quizá lo hagamos con la vagancia de las que esquivan el mundo digital, no lo niego. Y quizá esto nos convierta en unas anticuadas. Yo quiero pensar que formamos parte de una polvorienta resistencia, a la que, si se le pierde la libreta, desde luego nunca se le perderá el calendario. Ni tampoco se verá importunada por el trago de extraviar el teléfono móvil y, con él, su vida entera.