Ya vivió lo suyo Jimmy Carter, que se va de este mundo con un siglo a sus espaldas y dejando una fecunda hoja de servicios a sus prójimos a lo largo y ancho del planeta. Pueden creerme que no lo escribo a modo de elogio fúnebre de manual. Como seguramente sabrán porque lo he repetido aquí muchas veces, uno de mis lemas de cabecera es el que sostiene que la muerte no nos hace mejores personas. En el caso del 39º presidente de Estados Unidos, tenía acreditada desde hace mucho tiempo su condición de buena persona. Al contrario de bastantes de los que han residido en la Casa Blanca, Carter se dedicó a hacer el bien, igual en su país que alrededor de todo el globo. Además de no haber empezado ninguna guerra durante su mandato, como se destaca en la mayoría de sus obituarios, consiguió acabar con numerosos conflictos, algunos de ellos, endiablados y que acumulaban años de muerte, odio y destrucción entre los contendientes.
En esa tarea, por lo que nos toca más cerca, también está documentada su implicación y la de la fundación que presidía en el final de ETA. Lo hizo, por cierto, sin deslizarse por la pendiente de hacer tabla rasa con los distintos victimarios y dejando claro siempre que ETA era una organización terrorista. “Cualquier grupo disidente que recurra a la fórmula de la violencia, que dañe o mate a ciudadanos inocentes, comete un acto totalmente reprobable y debe ser condenado por completo”, dijo en agosto de 2007 cuando le preguntaron al respecto en una comparecencia pública en Madrid en la que volvió a ofrecerse como mediador. Dos meses antes, la banda había dado por finiquitado el alto el fuego que propició las conversaciones de Loiola, donde actuó como emisario de la ruptura de los contactos la misma persona que ayer (tuteándole, por cierto) tuvo unas hondas y seguramente hasta sinceras palabras de agradecimiento al Nobel de la Paz fallecido el pasado domingo.