Estoy inmersa en un libro que me tiene atrapadísima. Como me va la marcha, me he zambullido en la lectura de Era de idiotas, un ensayo del filósofo David Pastor, que me está emocionando, sacudiendo, desesperando y esperanzando a partes iguales. Hace tiempo que en esta columna me declaré devota de la filosofía, sin ínfula intelectual alguna, sino porque realmente creo que gracias a ella construimos nuestro pensamiento crítico, tan necesario y tan en crisis en este mundo nuestro en el que nos ha tocado vivir. Teniendo el privilegio de poder trabajarlo, hemos decidido renunciar a él y las consecuencias, si no las estamos sufriendo ya sin darnos cuenta, llegarán en forma de alguien bastante parecido a Trump, a quien confiaremos nuestro futuro. Y ese espíritu crítico, cree David Pastor, comienza a forjarse desde la infancia a través del juego, tan denostado también hoy en día, en aras de empachar a nuestras hijas de competencias dentro y fuera del ámbito escolar, con la esperanza de que tantos saberes sustituyan en su futuro eso que nos diferencia de otras especies y que define nuestra idiosincrasia: la conciencia social. El miedo ha calado tanto y de tantas formas en nuestras vidas que creemos más seguro que nuestras criaturas se encierren en una pantalla a que salgan a jugar con sus iguales en el barrio. El miedo nos hace ver monstruos horribles en los demás. Y el miedo, poco a poco, nos hace caer en los brazos de esa ola individualista tan de moda que proclama que eres el inicio y el fin de todos tus problemas, que tú y sólo tú te valdrás sola para siempre. Bien, pues todo esto también ha llegado para invadir la crianza. Dice Pastor que ser padre o madre voluntariamente supone asumir la responsabilidad del autosacrificio por nuestras hijas. Si no estamos dispuestas, añade, mejor nos compramos un perro. Porque un perro siempre será lo que tú esperas que sea.
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