Me encanta la reacción vitoriana ante la llegada de un par de rayos de sol contados y una ligera subida del mercurio. Antes de continuar, aclararé que yo, en otra vida, debí de haber nacido en el Caribe porque el calor me encanta y el frío me espanta. El clima, por desgracia, está cambiando. Los inviernos son mucho más cálidos y los fenómenos meteorológicos más extremos pero, lejos de desear que el cambio climático siga achicharrándonos, siempre echaré de menos poder salir de casa en verano sin chaqueta, algo que en esta ciudad, todavía siberiana, es impensable. El caso es que, en cuanto Lorenzo asoma, Vitoria se agobia y se cree sumida repentinamente en un desierto. Las más optimistas no tardan en calzarse las sandalias, el pantalón corto y el vestido, luciendo su piel blanca y (espero) embadurnada de FPS50. Las pesimistas, en cambio, se quejan de este calor agobiante que, en realidad, durará dos días y se volverá a marchar hasta quién sabe cuándo. Una de mis expresiones vitorianas favoritas es ésa que dice “ya se nos ha metido el calor en casa”, como si el calor fuese un señor que se planta en bermudas en tu domicilio, se sienta en el sofá y no se va nunca, en este caso, esparciendo sus sudores a diestro y siniestro. Para que esto no suceda, la táctica vitoriana consiste en cerrar las persianas a cal y canto en cuanto brilla el primer rayo, convirtiendo las casas en la mansión de Los Otros, para que no se cuele ni un gramo de vitamina D. Mi pareja entra dentro de este clan, como buena vitoriana, y a mí me da mucho la risa. Me enternece ese espanto contra la calidez, sobre todo viniendo de una ciudad que se queja también siempre del frío y la lluvia. De una ciudad que, en cuanto tiene oportunidad, huye al sur a conquistar las playas de Cádiz, donde sí tienen un problemón (y gordo) con el calor. Será que allí el tinto de verano les alivia los sofocos.
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