Decir que el mercado se come al arte es una afirmación habitual en ciertos discursos culturales, o quizá políticos. Especialmente en sectores de la izquierda. Como si bastara con colocar al arte fuera de cualquier lógica de intercambio económico para protegerlo de la banalización o el consumo rápido. Un planteamiento con raíces reconocibles. Heredero de las críticas de la Escuela de Frankfurt, de las luchas obreras del siglo XX, de la contracultura.

Pero también una manera de leer el conflicto que, hoy, resulta limitada para comprender la complejidad del arte actual.

Porque no toda la izquierda sostiene esa idea rígida de que el arte debe permanecer aislado del mercado. Cada vez son más las voces críticas, incluso desde posiciones progresistas, que señalan que el problema no es tanto que el arte pase por el mercado, sino cuando este impone su lógica como única medida de valor. Cuando cualquier práctica cultural se evalúa solo por su capacidad de ser monetizada.

El mercado no es, por sí solo, el verdugo del arte. Pensar que el arte solo se mantendrá libre si es gratuito es una trampa peligrosa. Una trampa que puede derivar en precariedad, en amateurismo, en una autoexplotación. El Guernica fue pagado por la República. Las performances de artistas feministas o queer circulan por ferias internacionales. Y, sin embargo, no han perdido ni su capacidad crítica, ni su incomodidad.

Quizá esa visión de que el arte debe mantenerse fuera del mercado es más hija de otro tiempo que de los desafíos actuales. Hoy, el mercado es solo un terreno más de disputa. No el único. Tampoco el peor. Lo importante no es evitarlo, sino saber moverse dentro de él sin perder el pulso crítico. Usar sus canales, tensarlos, infiltrarlos, sin caer en la autoexplotación disfrazada de independencia.

Pensar que el arte, para ser crítico, debe instalarse al margen del sistema es una forma antigua –y a veces cómoda– de leer el conflicto. Porque así el arte corre el riesgo de refugiarse en lo alternativo, en lo invisible, en lo irrelevante.

El reto, hoy, es otro. Es más incómodo. Se trata de construir obras que habiten las contradicciones, que circulen por el mercado sin dejarse devorar por él. Que no renuncien a disputar espacios de visibilidad, de legitimación, de incidencia en lo común.

Porque, al final, el artista necesita comer, como todo el mundo. Si tiene que trabajar en otros empleos para subsistir, su trabajo artístico se resiente. Como se resentiría el de cualquier profesional que no puede dedicarle tiempo y esfuerzos suficientes. Nadie cuestiona el salario de un profesor, de un arquitecto, de un médico. Nadie piensa que, por depender de un sueldo, su trabajo pierde valor. Y, sin embargo, con el arte parece que hay quien aún sostiene esa exigencia.

Quizá, al final, lo que importe no sea tanto dónde circula el arte, el cine, la música o la literatura. Sino si aún tienen la capacidad de abrir preguntas, de incomodar, de hacernos pensar más allá del dinero en juego.