¿Suspiráis, marquesa? No, me quedo”. A mi tía Miren le encantaba este chiste inocentón de las primeras décadas del pasado siglo. Si siguiese viva, lo habría repetido ayer, tras escuchar la alocución de La Moncloa. Sánchez se queda, y con ello, no sé si suspiran, pero sí toman aliento el resto de dirigentes y militantes del PSOE, y, por qué no admitirlo, otros muchos que ni siquiera le votan. Tiene narices. Después de tener durante cinco días al país en vilo, ayer mismo quiso mantener el suspense hasta el final. En un discurso de ocho minutos y cuarenta segundos transcurrieron cinco y medio hasta que finalmente confirmó que seguía al mando. Tiempo suficiente para que más de un fan se dejara las uñas como muñones mientras el deseado anuncio se hacía de rogar. Como era esperable, todo lo que a un lado fueron aleluyas y regocijo se convirtió en una rabiosa algarabía al otro lado del espectro, en bíblico llanto y rechinar de dientes. Parece que algunos habían acariciado la idea de que, efectivamente, lo de la dimisión podía ir en serio. Dejemos espacio para la duda. Quizás se equivocan quienes defienden que hemos asistido a una inmensa representación teatral. Tal vez sea falsa la impresión de que todo, desde el sombrío anuncio del pasado miércoles hasta la solemne declaración de ayer, estuviese pensado, medido y tasado de antemano. Aunque si no es así, se le ha parecido bastante. Por lo pronto, a las pocas horas de hablar Sánchez, Tezanos ya le daba al PSOE una subida de casi diez puntos en intención de voto a nivel de Estado. A la misma hora, Junts y Esquerra protestaban airadamente a la Junta Electoral por lo que consideraban una ilegítima irrupción del líder socialista en la campaña electoral catalana. Eso, sin hablar de las medidas que insinuó este en su alocución. Sánchez no suspira, se queda, y con mucho animus belli. Le han tocado a lo que más quiere –eso sí me lo creo– y alguien lo va a pagar.
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