Suelo dedicarme a contar cosas que pasan en el cielo y siempre me maravillo cuando alguna de ellas alcanza a convertirse en noticia o suscita interés más allá de la parroquia habitual. A veces, es cierto y cada vez sucede con más frecuencia, realmente la noticia no tiene mucho sentido ni especial interés. Me lo han leído por aquí: esas historias de superlunas que no existen porque no se pueden ver y menos disfrutar son el ejemplo moderno de una tradición que en el fondo es la misma que ha mantenido la astrología presente en nuestra sociedad. ¿De verdad alguien puede imaginar un mecanismo por el que la posición relativa de algunos astros en un cielo imaginado con puntitos en una esfera celeste que no existe y que ordenaron hace dos milenios y pico entre el Tigris y el Éufrates nos marca la jornada, el futuro o nos inclina a cometer los mismos errores? Ay, si el mundo fuera tan sencillo que con la app correspondiente supiéramos cómo actuar correctamente, o al menos actuar con éxito (que no suele coincidir). Sin embargo, ante la incapacidad de pronosticar lo que está por venir, buscamos indicios y signos que nos orienten o al menos nos dejen engañarnos como si el error no fuera humano, sino cósmico.

Comento esto hoy lunes 25 de marzo de 2024 porque esta madrugada la Luna ha pasado cerca de la sombra de la Tierra. Estaba en plenilunio, con lo que nuestro satélite lucía ese disco enorme y sugerente al que tantos científicos han cantado y tantos poetas han estudiado (o al revés, que es lo mismo). Su brillo se redujo un poquito un rato, aunque dudo que nadie sin un fotómetro haya podido comprobar cuánto. Bueno, ese eclipse penumbral irrelevante salvo para quienes soñamos con las mecánicas celestes, anunciaba el último atentado, según un impresentable que lo contó por las redes. Qué mal.